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Papel vegetal

Políticos débiles, reacciones fuertes

Es la típica reacción de los gobernantes débiles: tratar de demostrar con sobreactuaciones lo que no son. Lo vemos ahora en el caso de Francia, donde un presidente en caída libre de popularidad de repente ha encontrado, aunque sea por culpa de sucesos tan dramáticos, la forma de invertir esa tendencia.

De su ministro del Interior, Manuel Valls, no cabía la duda de su talante autoritario, pero el presidente François Hollande se había manifestado siempre como un político vacilante, dubitativo, a quien el cargo parecía quedarle, como le ocurrió a nuestro Rodríguez Zapatero, un tanto grande.

Y de pronto, los terroristas le ofrecieron al francés una ocasión que ni pintada para demostrar una fuerza que no ha sabido demostrar en otras ocasiones: por ejemplo, plantando cara, como había anunciado en la campaña, a la canciller federal alemana, Angela Merkel, y a sus políticas de austeridad.

Hollande se ha sacado de pronto de la manga una especie de Patriot Act -una ley patriótica- a la francesa, como la que marcó la presidencia del estadounidense George W. Bush, otro presidente débil, quien, a decir de su padre, fue manejado por dos políticos con pocos escrúpulos: su vicepresidente, Dick Cheney, y el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld.

Proclamando el estado de excepción, Francia pone en cuarentena, aunque sea temporalmente -y ya sabemos por desgracia lo que tienen a veces de temporales algunas medidas que adoptan los gobiernos- muchos de los valores que defendemos, lo que no deja de ser un triunfo de los asesinos, una capitulación ante su ciego terror.

Porque la mínima demostración de miedo por parte de la sociedad equivale a reconocer que los terroristas han conseguido su objetivo de destruir esas libertades que nos son tan caras y por las que merece la pena seguir luchando.

Ya es discutible la calificación de "guerra" de ese combate irregular, que no tiene nada que ver con todo lo que conocíamos hasta ahora, aplicada a un fenómeno, que, a diferencia de las guerras clásicas, no tiene frentes definidos, ni reconoce fronteras, no distingue entre civiles y militares, sino que golpea siempre ciegamente, buscando sólo el caos total.

Hay quienes sostienen que nada tiene que ver lo que acaba de ocurrir en Francia, lo que sucedió antes en otras capitales como la nuestra, con las intervenciones militares de Occidente en otras partes del mundo para proteger a los nuestros o derrocar a tiranos a los que antes apoyábamos pero perdieron de pronto nuestro favor como el iraquí Sadam Husein o el libio Gadafi.

Lo cierto es que el Gobierno de Hollande alentó desde el primer momento a quienes se levantaron contra el sirio Bashar al-Asad, se felicitó de aquel levantamiento popular y suministró clandestinamente a sus protagonistas armas ligeras mientras Rusia, aliada del dictador, denunciaba un complot occidental contra Damasco.

Y ese mismo Hollande, a quien no quiso seguir entonces su colega estadounidense Barack Obama, escarmentado seguramente por el desastre iraquí de su antecesor, vio de pronto cómo se dividían aquéllos sirios a quienes apoyaba mientras, aprovechando el caos reinante en toda la zona, se hacía cada vez más fuerte el mal llamado Estado islámico.

La consecuencia es que cuatro años después, en un sorprendente viraje estratégico vemos a la Francia de Hollande aliarse a la Rusia de Putin para atacar al que ambos consideran ahora el enemigo principal, al que hay que derrotar por cualquier medio.

Francia, la antigua potencia colonial, sigue teniendo en varios países a 15.000 uniformados, 3.000 de ellos en una amplia banda del Sáhara y el Sahel, y esa presencia es especialmente fuerte en Malí, cuya capital acaba de ser escenario de otro sangriento atentado terrorista.

Con tanto activismo bélico fuera y tanto "permanezcan ustedes asustados" dentro, ¿quién se ocupará mientras tanto de resolver los graves problemas sociales y económicos para lo que se supone que los ciudadanos eligieron a un gobierno socialista, al que cada vez cuesta más distinguir del anterior de Sarkozy?

¿Cuándo se decidirá a tomar medidas para mitigar al menos la desigualdad, la desesperanza y la miseria en tantos guetos urbanos donde se amontonan jóvenes franceses de segunda o tercera generación, fácil carne de cañón, a diferencia de sus padres, para los falsos profetas del terror?

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