Hay una ristra de intelectuales de pacotilla que citan a Klausewitz, a Sun Tzu, a Maquiavelo y a cuanto teórico del arte de la política o del arte de la guerra, que casi es lo mismo, caiga en sus manos, sin haber leído nada de ninguno de ellos. Como ahora soplan vientos de guerra (olvidada novela de Herman Wouky con mejor adaptación para TV más olvidada todavía, Robert Mitchum y Ali MacGraw, supremos) vuelven esos chicos a las andadas. Y la guerra ya no es lo mismo, el horror, sino que es peor, la inseguridad en cada esquina. Esa ristra de insensatos apologetas de lo bélico, que desde el sillón de casa se sienten capaces de pilotar un cazabombardero o mandar un portaaviones, fallecerían de espanto con sólo conocer una esquinita de lo que oculta un ataque como el que los franceses están perpetrando en Siria, y ya no digamos lo que hacen, planifican y ejecutan los que desde Occidente consideramos malos. Demasiadas películas de acción han convertido mentes divergentes en mentes calenturientas. Supongo que tendrán alguna creencia salvífica a la que acogerse. Pero mientras tanto, crece el ánimo belicoso como si fuera solución a algo. Esta vez hasta Mariano Rajoy y sus mesnadas están aterradas, sufren un miedo y un pánico escénico porque recuerdan las montañas nevadas en las Azores de su querido jefe, Aznar López, y no desean padecer en sus carnes las mismas consecuencias de todo aquel dislate. Sin embargo, también todo eso es distinto, porque el mal carece de la pretendida ubicación cercana que defendía el entonces presidente, de hecho carece de ubicación fija porque está en todas partes, hasta en nuestras conciencias de etnocéntricos occidentales. El mal es circunflejo, como siempre, pero también convexo en grado sumo, y ahora que conmemoramos el centenario de la teoría de la relatividad de Einstein, de algo deberían servirnos sus enseñanzas para comprender que un papel puede doblarse tanto como un cinturón de bombas o un fusil comprado en un sótano de Lieja, por decir algún sitio. Si uno no es consciente de los orígenes, y se niega a aceptar que este mundo tranquilo en el que creíamos vivir se construyó a costa de las riquezas naturales y de las vidas de otros pueblos ahora enloquecidos, va a tener muchas pesadillas por las noches y por las mañanas, y el idílico desayuno con los hijos ya no será tan bonito como en las películas familiares estadounidenses.