La Provincia - Diario de Las Palmas

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Reflexión

El vagabundo lector

Cómo hemos llegado hasta aquí? Me pregunto a diario. Y no tiene nada que ver con la teoría de la evolución, la manzana de Adán y Eva o el Homo Sapiens. Mi pregunta está mucho más cerca... antes incluso de la ciencia. Más bien tiene que ver con la moral. ¿Cómo puede un país llegar al extremo que ha llegado España? Crisis. Crisis. Crisis. Es el único verso del poema de nuestra economía. Y luego los políticos con sus teorías que solo se creen ellos, "España va bien". "Hemos reducido el índice de paro". Bla, bla, bla. Me aburre esta canción. Pero la realidad dista mucho de lo que nos cuentan los de corbata o los telediarios (siempre inclinados hacia algún partido político que nos vende su verdad). El escenario real está en nuestras calles. Esas que cada vez están más adornadas con cuerpos que buscan calor entre cartones (quizá Helios se ha apiadado de ellos y se resiste a dejar entrar a Tifón). Bultos en las esquinas acuclillados con una mano de dedos huesudos extendida esperando ser acariciada por el canto de una moneda. Cada vez son más y nosotros menos...

Vagabundos, sí. Te los encuentras a diario, y en ocasiones seguro que giras el rostro para no encararte con ellos. Para no encararte con la realidad. Con tu realidad. Porque tú, que lees esto desde tu Ipad, o yo que lo escribo desde mi Iphone... estamos hechos de la misma pasta que esos a los que te da miedo mirar. Porque tú y yo, nosotros, podemos acabar sin nada... porque realmente nada de lo que tenemos nos pertenece. Víctimas de este consumismo desorbitado. Queremos tener más y cada vez podemos menos. ¿Y todo esto a santo de qué? Te preguntarás. "No me estás diciendo nada nuevo". Lo sé. No lo estoy haciendo. Es una deformidad profesional. Producto de ir inventándome las vidas ajenas para después plasmarlas en un poema, relato o novela. Pero, tristemente, esta vez no es así. Esta vez no he tenido que inventarme nada. Llegó a mí con un nombre y una historia. La historia de Manolo, el vagabundo lector. A Manolo lo conocí el pasado viernes en la calle Carvajal sentado al lado de un contenedor. Lleva el pelo largo y sucio. No me quedó claro su color de piel. Sus manos eran del color de las aceras, y su cara grasienta tenía manchurrones marrones. Una espesa barba (donde sin pecar de exagerada vi habitar algún insecto). Lo que sí te puedo decir es que tenía los ojos verdes y, que a pesar de su situación, no habían perdido el brillo. Sobra decir que olía a pobreza y a miseria. Lo sé. Lo sé. De esos habrás visto muchos. Pero la historia de Manolo empezó con un libro de Conocimiento del Medio de Sexto de Primaria y el ansia voraz de su dedo índice señalando las partes de la célula eucariota. Fui invisible para sus ojos (como lo son ellos para los nuestros). Me detuve a contemplarlo con cierto sentimiento de culpabilidad que se mezcló con el sabor del café del desayuno. Me agaché y noté su incomodidad. Él siguió a lo suyo. A sus letras. A sus lecciones. Conseguí con un hilo de voz decirle, "tengo más de esos, ¿los quiere?" Y él, con la serenidad que da sentirse libre, me respondió, "nada me haría más feliz".

Manolo duerme entre cartones y a veces pasa días sin comer. Se alimenta de cultura. La misma cultura que les falta a los políticos que han llevado a muchas personas a la situación de Manolo. Personas con un pasado formado y trabajado y un futuro incierto. Manolo se ha rendido ante la pobreza, pero no ante la ignorancia.

Y yo, que creo que tengo más de plebeya que de princesa, me solidarizo con Manolo y le regalo libros. Porque al verme retratada en sus ojos observé que no nos diferencia nada, salvo que él es libre y yo esclava.

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