Ves a la chica y ves una historia de la periferia urbana occidental, una historia de barrio, con el acentuado perfil multicultural que invariablemente alcanza hoy casi hasta el último pueblo de Europa. La proximidad del otro, del distinto, problemas de integración añadidos, recelos mutuos... Pero hasta ahí. Cuando la inmigración interplanetaria a Occidente no era esta cosa, había también problemas graves de integración social, nosotros y los otros, no hacía falta venir de lejos. Hasta hace nada, además. Ken Loach, tanto cine... Y esto llevaba ya siglos, con la revolución industrial, el lumpen proletariado, la gran novela del XIX está repleta. Hoy es la globalización. Y entonces tenemos, en este caso, también a Hasna. Naturalmente me refiero a Hasna Aitboulahcen, la chica a la que creímos la primera mujer que se autoinmolaba con explosivos en Occidente, pero que finalmente en principio solo había ocultado a su primo, el cerebro de los atentados de París, y a algunos otros.

Una historia de familia desestructurada y sueños narcisistas adolescentes: baños de espuma, poses horteras y esta vez, como sucede con millones de jóvenes, vodka y hachís... En fin, una chica mala, pero reversible, no necesariamente un caso perdido. Años difíciles. Sin embargo, luego ves el velo primero, la ves con el traje completo que se ponen cuando dan un paso más en su epifanía -una epifanía tan rápida, en meses, como profunda- y parece que la historia de barrio entra en un agujero negro. No ocurre algo así dentro de la vasta comunidad de orientales, por muchas mafias que unos pocos importen, ni aun con los latinoamericanos, aunque otros pocos se las traen con sus maras. Tampoco con los subsaharianos, entre los que hay más de lo mismo, si bien África está en evolución. Sucede con los árabes. Y, con todo, dicho esto, es universal, un hombre son todos los hombres, dijo Borges.

Por eso ahí volcamos nuestra angustia. Estamos ante lo más difícil. Lo más intrigante en la explicación del fenómeno yihadista es cómo Hasna pasa del blanco al negro. Y lo lleva hasta el final. No es extraño que sea más angustia que miedo lo que sentimos: uno tiene miedo a algo concreto, pero la angustia se alimenta de lo inasible. Los actos de Hasna son concretos, sí, y tanto, su interioridad es inasible. Al verlo repetirse todo el mundo siente que en lo inexplicable, en lo más resbaladizo, se encuentra algo esencial para comprender lo que pasa y, por consiguiente, para establecer una estrategia cierta contra el terrorismo yihadista: eso implacable que ocurre con tantísimos jóvenes árabes de la periferia occidental. Cómo tiene lugar, qué contiene, qué fuerzas pasan a actuar ahí, cómo desentrañamos su mecanismo mental para poder intervenir y coordinarlo con el resto de la estrategia, la política, militar, para empezar cortando de urgencia sus fuentes de suministro (el petróleo).

Sin entender a Hasna, lo que subyace bajo la historia de esta chica, una chica corriente, como somos todos, gente corriente, no iremos lejos. Hay algo siniestro, a la vez, en este paso al acto yihadista, a la manera más Hitchcock: cómo de lo más cotidiano puede surgir lo más extraño y oscuro. Tenemos expertos. Hay mucho estudiado, pero aun así sigue siendo el aspecto del problema frente al cual todo el mundo se limita con sigilo a resaltar su condición determinante y su complejidad. Sobre todo porque, además, los y las Hasnas quizás vayan a más cuando el Estado Islámico vea destruidos los pozos petrolíferos de los que vive. Necesita el terror.

Entonces, por apuntar algunas cosas, salta a la vista la enorme urgencia, casi una necesidad compulsiva, entre los jóvenes -y no tan jóvenes- en general de tener un relato sobre el mundo y sus vidas, de hallar refugio en un mundo globalizado en el que todo es cada vez más efímero y existe la sensación de estar a la intemperie. Ese relato es cada vez más difícil de construir en el imaginario no sólo de un joven marginado, sino simplemente de un joven europeo, salvo que sea un hijo de gente pudiente. El único valor que cotiza es la capacidad y rapidez para ser adaptable a un cambio continuo en el desempeño profesional, el camaleonismo, nada más. No vale tanto la excelencia profesional. Y no existe un horizonte de sentido que no sea monetario, se desvanece el plus de valores en el que sostenerse: valores en los que creer, una red simbólica en la que descansar. La familia misma ha sido mermada por el mercado, es curioso: la dinámica laboral crea más estragos en la familia que los que puedan crear el divorcio o el aborto. La democracia se ha visto vaciada por una visión gerencial de la política, capturada por el baile de las mercancías. La libertad se ha banalizado: Hay poco sobre lo que decidir entre lo importante. Y la crisis ha acabado por producir un desclasamiento generalizado de la sociedad occidental. Europa pierde mucho. Y no puede aplacar lo que ocurre cuando Hasna se quita los vaqueros y se pone el velo. Sólo es dinero. Su tradición cultural y de valores -por los que avanzó como nadie y fue la referencia universal- se eclipsa.

¿Eso tiene arreglo? Puede tenerlo. Pero por lo pronto es un escenario fatal. Experimentado en un hijo o hija de emigrados a Europa, a la que se le supone ser el mejor lugar, sobre todo si se trata de mano de obra barata en el mejor supuesto, es apenas nada. Esto, en el caso de un chico latinoamericano, por ejemplo, puede dar lugar a la mera resignación, a las maras o la religiosidad: el auge del evangelismo lo representa. Sus lugares de origen, al propio tiempo, en muchos casos son países emergentes, aunque ellos no lo sean: Latinoamérica y Asia son hace tiempo actores de la nueva geografía económica. La tierra natal de estos grupos de emigrados se está acoplando, pues, a la realidad internacional no desde la posición subalterna de antes. No hay choque civilizatorio, entre otras cosas porque sus civilizaciones se están igualmente desdibujando, hay competencia económica. En el caso africano es distinto, ahí es lo clásico, aunque la penetración del Islam se vuelve inquietante.

Pero cuando la falta de integración social en Europa afecta a un joven árabe la cosa se puede topar con un artefacto radiactivo: la sensación de que Occidente le declaró la guerra al mundo árabe, a la tierra natal familiar. Y de que lo hizo hace veinticinco años, con la primera guerra de Irak. Luego vino el 11-S y todo el resto. Un escenario, por otra parte, el de Oriente Próximo, cuyo nudo gordiano viene de lejos: el enquistado conflicto palestino-israelí. En realidad, la existencia de Israel y sus consecuencias, hasta la caída del Muro de Berlín, se había podido enmascarar dentro de la lógica de la Guerra Fría, que aprovechó en parte también las rencillas políticas y conflictos religiosos entre los propios árabes. Pero luego ya no. Y eso no lo calibró Occidente -o más bien Estados Unidos- cuando atacó a Irak en 1991.

Ahí sí hay un relato adrenalínico que construir para un árabe marginado o desorientado en Europa: un relato religioso que promete regreso al orden, a una verdad, aunque delirante, que sustituya lo que la Europa en la que vive no tiene y encima trata de aniquilar. Y a la vista está: muchos se apuntan. No son conjeturas, por desgracia. Paul Virilio dice que todo avance genera su propia negatividad. Un ejemplo casi paródico es que hasta que no existió el avión no existió el accidente aéreo. En cierto modo el Estado Islámico, como todas las otras derivaciones del conflicto palestino-israelí, es, por así decirlo, algo consustancial a la globalización, una de sus negatividades. Claro está que hay maneras de atenuarlas. Dos cosas por lo pronto parecen claras: Occidente debe reconducir el modelo de globalización elegido, pues sus efectos colaterales se han vuelto hoy insoportables. Debe poder ofrecer al que viene buscando bienestar algo más que dinero. Y, por supuesto, debe en paralelo enfrentar de una vez la cuestión palestino-israelí. Debe atenuar que los jóvenes árabes en Europa tengan a la mano un relato que los lleve hasta el delirio.