La reunión había terminado. El Irrepetible salió del Rectorado con el ceño fruncido y el pelo aborrascado y algunos periodistas se acercaron tímidamente, pero lanzando algunas miradas fulminantes, se abrió paso hacia los aparcamientos. Cometí el venturoso error de interceptarlo y puse en marcha un antediluviano magnetofón y pregunté sobre su reunión con el rector:

- No tengo nada que decirte, coño, aparta eso...

- ¿Se aclaró cuál es su situación como profesor de la Universidad de La Laguna?

- ¿Mi situación? ¿Cómo que mi situación? ¿Qué quiere decir? ¿Y para qué te interesa saber nada de eso?

No era un hombre sometido a una presión excepcional que hubiera perdido los nervios en medio de una coyuntura intolerable. Estaba destinado a ser el Irrepetible, y ya lo sabía, sobre La Laguna se cernían nubes plomizas y oscuras, soplaba un viento suave y delante él, que compartía fotos y abrazos con mandamases políticos y empresarios que utilizaban los jamones de Jabugo como mondadientes, solo tenía a un periodista del montón con una chaqueta raída. No. Esa era (evidentemente) su manera habitual de conducirse apenas se le torcía un poco el día. Por lo demás se le notaba que se estaba encabronando, que no iba a abandonar el escenario sin dejar en su sitio a un muerto de hambre al que no había visto en su vida, y empezó así, arrastrando las sílabas por un turbio charco de chulería:

- No-te-he-visto-en- mi-vi-da.

- Ya lo sé. Yo a usted tampoco.

Me miró furibundo y apretó el puño derecho.

- Ahora mismo me vas a decir para quién trabajas, que le voy a contar de qué vas por la vida...

Se lo dije. Se quedó un poco asombrado. Por entonces nadie llevaba teléfonos móviles y gracias a eso, quizás, no asistí al espectáculo de una llamada inmediata al propietario del periódico en el que trabajaba.

- Yo no tengo nada que decirte. Yo no tengo por qué decirte nada. Anda, camina, vete por ahí.

- No me alce usted la voz. Si no quiere hacer declaraciones pues no me hace usted declaraciones. Todo lo demás sobra. También puede usted irse por ahí - y le señalé la zona de aparcamientos.

De nuevo la mirada sanguinolenta, los mofletes ligeramente inflados de la indignación, la expresión de asco mayestático. Pasó a mi lado farfullando algo. Lo vi alejarse, al Irrepetible, hacia un mercedes oscuro. Yo creo, con toda sinceridad, que merece todos los homenajes habidos y por haber, porque como suele ocurrir con todos los Irrepetibles, es un cabal espejo de nuestro verdadero espíritu como pueblo, y tal vez viceversa.