Presume de no haber ido jamás de vacaciones, si acaso un viaje cortito a Fuerteventura y casi obligado. Su vida ha sido trabajar y trabajar. El hombre está a dos minutos de la jubilación pero no se rinde. Ha dejado los huesos en el negocio y habla con regocijo de sus propiedades, que son muchas. Marido y padre ejemplar, no se resiste a dejar el comercio en manos de nadie y menos aún en la de "ese chiquillaje" que es su único hijo, 34 años. Lucha generacional. Desde hace cuatro años el muchacho trata de llevar las riendas de una cafetería familiar que un día será suya. Quisiera cambiar horarios y actividad, pero por ahora va perdiendo. Su padre lo sigue tratando como un menor a pesar de que le ha dado sobradas muestras de buen trabajador, serio y responsable desde los 17 años.

Hace unos días el muchacho asumió su derrota y dejó la casa. Se buscará la vida lejos de la familia dejando atrás un trabajo bien remunerado y seguro. Está muy dolido. Dice que ama el negocio familiar, que allí creció y de él ha vivido la familia, pero le da rabia escuchar al cabeza de familia presumir de haberse levantado a las cinco de la mañana desde que tenía 35 años. Eso no lo quiere para él. No creo que tema que su hijo hunda el negocio porque conoce su funcionamiento tanto como él. Creo que es uno de tantos hombres -según las estadísticas, más que mujeres- temeroso de la jubilación, a no sentirse eje central de la familia. Esa cabezonería está empañando su imagen ante el hijo, que lo adora. Hace días tomamos café y ansioso reconocía lo mucho que le duele esa actitud. Ni él entiende su egoísmo ni el padre sus ganas de comerse el mundo. "¿Para qué quiere más dinero?", dice enfadado. No es dinero. Es miedo.

Cederá porque los años tienen el efecto de una apisonadora.

Pero se hace tarde.

stylename="050_FIR_opi_02">marisolayala@hotmail.com