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Crónicas galantes

Pucherazo en la taquilla

Investigan estos días los jueces un posible pucherazo en la taquilla de los cines para conseguir subvenciones a películas que en realidad no veía casi nadie. El cine, mágica factoría de sueños, es capaz de simular incluso sus propios espectadores.

El truco consistiría, de ser cierto, en llenar las salas con un público fantasma que oficialmente pasaba por taquilla pero no tomaba cuerpo en las butacas. Se trataría de una nueva y mucha más sofisticada versión de la claque: ese grupo de extras contratados para aplaudir cualquier estreno a cambio de entrada gratis.

La ventaja de los espectadores virtuales, en este caso, es que ni siquiera haría falta pagarles como a los de la claque. Basta con inventarlos, anotar taquillas de cientos de personas por pase de la película y, una vez alcanzada la cifra necesaria para la subvención, hacer que sea el contribuyente quien corra con la cuenta. Al llegar a los 60.000 supuestos asistentes, el filme tiene ya derecho a recibir alguna de las ayudas con las que el Gobierno promociona la cinematografía nacional.

Infelizmente, el ministerio encargado del pago encontró sospechosas algunas de las cuentas que le pasaban al cobro. Así se descubrió que los cientos de espectadores declarados en varias sesiones no existían más que en la fértil imaginación del declarante. Uno de los inspectores enviados a fisgar lo expresó con feliz prosa burocrática: "En esta sala solo hay un espectador: yo, el inspector que suscribe".

Estas cosas no acabarían en el juzgado si los cineastas pensaran más en el público que en la subvención. El error consiste en que los productores han renunciado a la tradicional fórmula de la españolada que tantos éxitos reportó en su día al cine del país. En lugar de eso, se pusieron a hacer películas sobre la Guerra Civil y a imitar al pesado de Ingmar Bergman con tramas que no entendía ni el propio director del filme. Tanto arte y ensayo acabó por ahuyentar al público de las salas, como es natural.

Las películas de Alfredo Landa, en cambio, batían récords de audiencia sin más que reflejar -con extremo realismo- las angustias eróticas del español de su tiempo. Aquel hombre moreno y más bien bajito, como manda el canon ibérico, se pasaba hora y media de largometraje persiguiendo a suecas por los pasillos de un hotel. Generalmente, sin éxito, lo que acentuaba el carácter realista de la historia.

Por más que ese argumento parezca tener poco recorrido, lo cierto es que las películas de Landa -y las de Pajares, y las de Esteso- llenaban las salas de cine de la época. Como ahora las abarrota, salvando las notables diferencias, Ocho apellidos vascos, su secuela y las que estén por venir.

La clave, no hará falta decirlo, reside en tratar asuntos propios del país, preferiblemente bajo la fórmula de comedia. Al público le encanta verse reflejado en la pantalla con una historia que comience, como los chistes, con un "érase una vez un vasco, un andaluz y un catalán". La risa y la taquilla están aseguradas; y, lo que es más importante, el negocio se mantiene por sí mismo sin necesidad de espectadores imaginarios que garanticen la subvención.

Ahora que parecen haber pillado a alguno con las manos en la taquilla, bueno sería que los industriales del cine, en general, considerasen la posibilidad de rescatar el histórico formato de la españolada. Todo el mundo hablaba mal de ellas, pero iba a verlas.

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