Como hemos sido educados en los buenos modales, ver y oír faltas de respeto hacia cualquier ser humano nos puede asustar como el anuncio de un ciclón. Y no cabe la menor duda de que la buena educación nace en la familia, la cultura se recibe en los colegios y las palabras salen de la boca y expresan el pensamiento dependiendo de este centro del control general del organismo que es el cerebro.

Ser o no educado pone al descubierto inmediatamente al individuo que puede quedar con un cuidado del lenguaje como un ser respetable y respetado, o si al contrario lo hace con una locución vulgar y soez, quedar hundido como una galleta María en un café con leche o como el "Fefita II" en alta mar.

Recuerdo, hace tiempo ya, en una pequeña perfumería, un señor que parecía que destilaba educación por todos los poros de su cuerpo, esperaba pacientemente su turno sin dejar de observar a la dependienta que, todo hay que decirlo, se movía y atendía a la clientela como una tortuga. Delgadita como una angula y de aspecto tan frágil como un barquito de papel, le acompañaba una voz de pájaro chirringo que molestaba un poco a los oídos, al menos a los míos. Dada la lentitud exagerada de la empleada, observé que los pocos clientes que éramos estábamos un poco nerviosos y aguantando tan desconsiderada morosidad, pero sobre todo el caballero a quien comenzaba a perderle la paciencia de modo evidente.

De pronto y en un arranque carente de discreción, se le escapó una desagradable imprudencia sobre su tardanza en atenderle, pero la tortuga, perdón, la señorita en cuestión, enfadada (enfurruñada, amulada) y respirando soberbia, reventó como un globo (sopladera) pinchado con alfileres y sin cortarse un pelo, le soltó un exabrupto que dejó al pobre hombre como atrapado en un cepo, y a los pocos clientes que esperábamos la vez nos pareció aquella salida tan increíble como ver volar un helicóptero sin hélice.

Y es que aunque los jefes de empresas les han dicho a los dependientes que el cliente siempre tiene la razón, tanto la señorita como el caballero perdieron los buenos modales, y el respeto para los que nos encontrábamos allí. Entiendo la impaciencia de uno y el ascenso de la presión arterial de la otra, pero creo que las cosas se pueden decir de otra manera y que esos golpes de sangre no son para exhibirlos en público. Ay, Señor, qué cosas?

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