Que en Torobaka no hay lugar para la inautenticidad puede resultar una de las aclaraciones más oportunas para empezar a opinar sobre un espectáculo que puede entenderse como una nueva muestra del encuentro entre dos tradiciones coreográficas emparentadas, el flamenco y el kathak. Estamos mal acostumbrados a que en esta clase de propuestas, ya se produzcan en el terreno de la música o de la danza, haya más apariencia que sustancia. ¿Qué errores pudieron haberse cometido? Que sus dos protagonistas cedieran a la tentación del virtuosismo, o que abandonaran los hallazgos surgidos durante tantas horas de ensayo, para sustituirlos por un plan concebido antes de empezar.
Pero en Torobaka, la casa común y libertaria de la danza contemporánea ha acogido a Israel Galván y Akram Khan para que durante setenta minutos nos entreguen el fruto de ese proceso de búsqueda. Gracias a su honestidad y a la voluntad de repensar los caminos andados por sus ancestros, pudimos apreciar mejor el modo de estar en el mundo que caracteriza al kathak y al flamenco; esa energía, esa actitud. Llenaron el tiempo con unos pocos movimientos y gestos característicos de ambas tradiciones, y con recursos escénicos sencillos a los que lograron dar sentido: abrazos, gestos de asombro, persecuciones retadoras que eran compensadas por secuencias en las que bailaban al unísono. Al hacerlo nos dejaron una impresión de frescura, la impresión de esta r ante un ensayo depurado.
A más de un espectador, lo sé, el trabajo que Israel Galván hace enTorobaka pudo parecerle un intento fallido de imitar la danza kathak. No lo fue; tampoco es una imitación lograda. Es un juego en el que está presente con toda su envergadura. La impresión más cercana a la verdad es la de que Israel Galván juega ante nosotros a ser un aprendiz; pero los límites entre la parodia y el gesto realizado con convencimiento no están claros y esta ambivalencia es maravillosa. Otros espectadores -no puede dudarse- nos rendimos a la evidencia en el momento en que Israel se puso ante el micrófono para silabear las figuras rítmicas que le marcaba B.C. Manjunath con su mrindagan. Lo hizo a su manera, con retiradas ansiosas al fondo del escenario, dando un salto porque sí, volviendo a las andadas -que aquí son flamencadas-; y cuando parecía que ya se le habían agotado los recursos, flexionó nerviosamente y con fruición los dedos índice y meñique de sus manos, mientras apuntaba al público haciendo el gesto que representa, (con más sentido aún en Torobaka), los cuernos de la fiera.
Khan y Galván tienen personalidades complementarias. Fue el primero quien llevó la danza hacia la magia simpática. A fuerza de excavar y apartar tierra, ambos llegaron a encontrar las raíces comunes. Emocionaba. Con la ayuda de los músicos acabamos por imaginar que ese encuentro se produjo en algún punto del camino, a la luz de las hogueras.