El multilateralismo defensivo de la UE nos traslada un poco a los imperios que perdían tropas en tierras remotas. Una ceremonia solemne, muy emotiva, alteró la agenda de la campaña electoral de unos candidatos que se acercaron a Canillas (Madrid) para honrar a los dos policías muertos en Kabul (Afganistán). También en un pedazo de geografía nunca pisada por la gran mayoría de los españoles, pero nido de un terrorismo que ciega vidas y familias, y que mantiene en estado de guerra extremo a Europa y los Estados Unidos. La imponente marcha fúnebre escamoteó del aire la tupida ambición que constituye la política, la carrera por alcanzar el liderazgo, y dejó paso a la conmoción de la decisión: el factor agobiante de afrontar la muerte de dos policías que eligieron el destino más peligroso. Uno quiere creer que la experiencia de sentir la viudedad y orfandad de dos mujeres y unos pequeños tiene que servir por fuerza para entender que todo es relativo, que cualquier alarido electoral supone una pelusa al lado de los que mueren por ayudar a encontrar la paz en un país lejano, bajo un fundamentalismo religioso que quizás nunca logren entender. Allí, ensimismados por los contornos del funeral de Estado, estaban Iglesias, Sánchez, Rivera y Rajoy, los nombres protagonistas del 20-D. Resultó único observar como el griterío, la invasión de los porcentajes, la bronca, la apasionada búsqueda del triunfo y los tortuosos desdenes de unos con otros quedaban en una especie de invernadero, sometidos a una cuarentena rodeada de lágrimas, de pupilas a punto de estallar, de fuerzas interiores calladas a más no poder... En Canillas, lejos del fulgor de la victoria, se vivía la otra política, la que acumula más incomprensiones sobre la almohada, la que reviste el remordimiento, la que enjuicia al hombre que da la orden de marchar a tierras extrañas igual que un mariscal.
