La Provincia - Diario de Las Palmas

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Tropezones

Y yo estaba ahí

El otro día al cambiar impresiones con un amigo al que no había visto en mucho tiempo, me habló este de la elección del papa Francisco, y del emocionante instante de la fumata blanca en la explanada de San Pedro, añadiendo con orgullo: "Y yo estaba ahí".

Mi amigo no es especialmente religioso, pero era consciente del carácter histórico del momento, coincidente con su presencia en el mismo.

Ello me ha llevado a rememorar algunos de los momentos "yo estaba ahí" de mi propia experiencia, entre los que tal vez me decantaría por tres.

El primero, parecido al de mi amigo, dada mi relativa indiferencia por el mundo de los toros, tuvo lugar en la Plaza Monumental de Barcelona, en el llamado "peligroso verano del 59". Fue un mano a mano entre los máximos artistas de la tauromaquia del momento, los cuñados Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez. No recuerdo el número de orejas, rabos y patas cortados, pero sí el abrumador peso de la ocasión y el privilegio de poder proclamar al salir de la plaza: "Y yo estaba ahí".

El segundo pertenece al mundo del tenis, que me es próximo y querido, por lo que no es casualidad que coincidiera mi presencia en un acontecimiento que brilla por su calidad en los anales del tenis. Se trata de otro duelo, este entre dos monstruos carismáticos de dicho deporte, John McEnroe y Björn Borg, en una de las mejores finales de la catedral del tenis, Wimbledon. La "muerte súbita" del cuarto set brindó a los espectadores una exhibición de una calidad y una emoción jamás vista y posteriormente tal vez no superada. Hasta el punto que el resultado final del partido llegó a cobrar cierta irrelevancia en comparación (el tie-break lo ganó McEnroe por 18-16, pero el partido terminó llevándoselo Borg). Aquí sí me llena de gozo y orgullo poder proclamar "Y yo estaba ahí".

El tercer momento, por lo reciente más vivo en el recuerdo, fue quizás el más inesperado. En el auditorio de Las Palmas intervenía la filarmónica holandesa del Concertgebouw, dirigida por Riccardo Chailly, interpretando la segunda sinfonía de Mahler (la llamada de resurrección). Por supuesto que el prestigio de los intérpretes y la calidad del programa hacían presumible una gran velada. Pero por razones inexplicables vinieron a coincidir no sólo una inspiradísima interpretación con una simbiosis director/orquesta absoluta, sino además una química intangible establecida a ambos lados del escenario, que habían de convertir la sesión en algo único y tal vez irrepetible. Tanto es así que al culminar los acordes del último movimiento, en medio de los atronadores aplausos se pudieron ver hasta espectadores abrazándose, por haber tenido la fortuna de compartir la magia del evento.

Yo me he encontrado mucho después con otros asistentes al concierto, y con todos he coincidido que lo vivido esa noche fue una genuina experiencia "yo estaba ahí".

Con lo cual por favor no vean en estas líneas un afán de presumir de unas situaciones en las que al fin y al cabo no llegué a ostentar protagonismo alguno; tómenselo más bien como la expresión de un sincero deseo de que mis lectores puedan tener la inmensa fortuna de llegar a gozar no de uno sino de muchos de esos momentos que les permitan sentenciar: "Y yo estaba ahí".

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