Es cierto; una vez, siendo el vicepresidente del Gobierno de Aznar, Rajoy visitó Tenerife, y varios periodistas tomamos café con él en el (por supuesto) Casino de los Caballeros, y no es menos cierto que de esos tres cuartos de hora no recuerdo absolutamente nada. Lo he contado alguna vez y los amigos se han reído. Pero me gustaría, sinceramente, que fuera una anécdota deliberadamente estupenda, y no una fútil realidad. Algo así como aquella declaración de Karl Kraus cercano a morir y con las botas nazis entrando ya en Viena: "Sobre Hitler no se me ocurre nada que decir". No es así. Procuro casi angustiosamente recordar algo, pero salvo la curiosidad por el puro que se fumaba, Rajoy no transmitía absolutamente nada. Lo más notable de su personalidad no es la opacidad, ni la falta de brillantez, ni la imperfección de sus silencios, no. Lo que más llamaba la atención es su absoluta, cristalina, definitiva carencia de empatía hacia los que le rodeaban, periodistas desconocidos, colaboradores ministeriales o personal del propio Casino de Santa Cruz. Ni un gesto, ni una mirada, ni una palabra de atención al ancho mundo: absolutamente nada. Podía estar en Tenerife rodeado de juntaletras como podía estar en Mondoñedo en la mañana de la matanza del cerdo. Era igualmente sordo a las preguntas de los periodistas y a los gritos agónicos del gorrino. Por un instante Rajoy me recordó a un gigantesco gato barrigón -más tarde perdió peso- que como todos los gatos vive encerrado señorial e inatacablemente en un ámbito propio y al que es inútil intentar acercase. Con los gatos debe ejercerse un cariño paciente y esperar a que sean ellos los que se acercan para terminar ronroneando a tu lado. Lo que ocurre con Rajoy es que su único interés constatable -aparte de contemplar partidos de fútbol- consiste en ronronear al lado del poder.

¿Por qué lo eligió Aznar? Vaya usted a saber. Cabe pensar que lo hizo, precisamente, porque no era el más carismático y brillante, como Rodrigo Rato, ni el más querido entre los cuadros de la organización, como Ángel Acebes. Rajoy fue una especie de fontanero de guardia en cuatro ministerios en los que jamás se ensució las manos ni se metió en problemas. Su principal problema, sin embargo, es que una corrupción sistemática en el seno de su partido es descubierta e investigada judicialmente cuando llega a lo más alto. Al margen de su gestión política y económica al frente del Ejecutivo, Mariano Rajoy debió dimitir cuando estalló el caso Bárcenas. Cualquier dirigente europeo se hubiera visto obligado a hacerlo. Aquí no ocurrió así. Y las razones o sinrazones por las que no ocurrió eso son las que Rajoy y los suyos, precisamente, quieren brindar con un nuevo éxito electoral. Es una razón más para no votarle: para no legitimar ni un segundo más la corrupción como crimen de Estado.