La cita con las urnas de esta jornada pone fin a un periodo de diecinueve meses en los que España ha vivido en permanente campaña electoral por la sucesión de comicios: unas elecciones europeas en mayo del año pasado, unas elecciones autonómicas, insulares y municipales en mayo de este año, las catalanas de septiembre y las generales de hoy. El escenario ha variado mucho en poco tiempo y, si se cumplen los pronósticos, va a continuar haciéndolo desde esta noche: todos los sondeos previos coinciden en la fragmentación del Parlamento y en el reparto de la representación entre cuatro actores principales con peso. Lo importante a partir de ahora será traducir esa expresión de la voluntad popular en pactos para un gobierno estable. Va a ser necesario un cambio radical en la cultura política española.

Una campaña atípica y estrafalaria acabó mal. Con el retorno de la crispación y un puñetazo al presidente del Gobierno en funciones que debe hacer recapacitar a todos. Sólo existe un responsable, el agresor. Pero los parlamentarios contraen al convertirse en servidores públicos un compromiso de ejemplaridad que incluye la consciencia de que su conducta también induce comportamientos en la gente. Lo importante son los razonamientos. Discutir sobre ideas, nunca sobre personas.

Traficar con las emociones desde una tribuna, exacerbar las pasiones porque el fin, el poder, justifica cualquier medio, acarrea siempre consecuencias incontrolables e indeseables. Y genera falsas expectativas que terminan en decepción, que se den por defraudados los ciudadanos que esperen milagros a partir de mañana. Los políticos no son magos ni es justo exigirles que lo sean.

La reflexión también alcanza a los electores. ¿Cómo van a pedir ponderación y modales a sus representantes si ellos mismos se dejan guiar por la vehemencia y la impulsividad en sus planteamientos? "Ningún sistema político puede extraer de un sistema social lo que no existe previamente", aseveraba Edmund Burke, padre del liberalismo conservador británico. El golpe le tocó a un candidato concreto, pudo haberle ocurrido a otro cualquiera.

Una mayoría de españoles, de derechas y de izquierdas, vienen manifestando sistemáticamente en las encuestas un deseo: que haya entendimiento entre partidos para resolver las grandes cuestiones. El choque constante y el frentismo no propiciaron acercamientos, salvo en terrorismo y déficit público -cuando la crisis colocó el país al borde de la quiebra- porque en la política española reciente pactar equivale incomprensiblemente a traicionar los principios propios. Ahora, por la presión de los votantes, quizá los acuerdos tengan que llegar a la fuerza si los dirigentes anhelan sinceramente, como predican, actuar de otra manera.

Lo más decisivo, los pactos, es lo único sobre lo que todos los líderes han escondido celosamente sus pensamientos. Velan por sus intereses particulares -quien muestra sus cartas de antemano asume el riesgo de desmovilizar adeptos- pero no por los de los ciudadanos, a los que en cierto modo engañan al no decirles toda la verdad. Los electores tienen derecho a conocer el destino final de sus votos y a saber en líneas generales lo que el político en quien confían está dispuesto a acordar. Unas formaciones aseveran que no pactarán con nadie; otras, con cualquiera; algunas, sólo con fuerzas afines. A tenor de los pronunciamientos previos y de la igualdad que muestran las encuestas, formar gobierno sería casi misión imposible. Es muy difícil poner de acuerdo a partidos en las antípodas o que se repelen por disputarse idéntica clientela, basta con mirar el espectáculo de una Cataluña sin cabeza.

Ningún voto es inútil, ni el emitido pensando en buscar lo mejor, ni el motivado como castigo. Quien reduce solamente la dialéctica electoral a la dicotomía entre joven y viejo, entre bipartidismo y multipartidismo, banaliza la trascendencia de los comicios. Sin renovación los partidos clásicos morirían. Los emergentes empiezan a asemejárseles rápido y naufragarán si emulan sus vicios, en los que caen precisamente por sentirse inmaculados y a salvo de ellos. El cambio por el cambio, sin objetivos precisos, no conduce a ningún sitio. Grupos considerados hace una legislatura como la avanzadilla más sugestiva están a punto de sucumbir ésta.

La mayor competencia en el Congreso y el Senado no va a resolver por sí sola los problemas. En esta nueva etapa los españoles necesitarán políticos valientes -que no significa alocados-, flexibles, serenos y generosos que no mientan y valoren las propuestas por su eficacia, no por la ideología de quien las formule.

Somos una economía desarrollada pero no floreciente, de clase media menguante castigada y cada vez más familias con dificultades para llegar a fin de mes. Para crear empleo hace falta crecimiento económico, compromiso social de los empresarios y los trabajadores y confianza. Avanzar en una democracia de calidad precisa conseguir instituciones fuertes y neutrales, blindadas a interferencias partidistas, con la rendición de cuentas como emblema, y acabar con el enchufismo en las administraciones y con el amiguismo en los negocios. Modernizarse significa trasformar de una vez la Universidad y la educación, volver a apostar por la investigación y la innovación, distinguir la excelencia y dejar de premiar a los mediocres. Hacer sostenible el Estado del bienestar, corregir la desigualdad en los impuestos, garantizar el acceso en idénticas condiciones a los servicios básicos, unificar los mercados, repartir con equidad los sacrificios... Aguarda una extensa lista de tareas en la que buscar los puntos de unión.

Aunque la mayoría política no esté definida, los grandes retos sí. El sistema precisa ajustar las piezas que el uso de casi cuarenta años de democracia ha desgastado, sin hacer tabla rasa, algo tan propio del tremendismo hispano, ni socavar los cimientos. Una sociedad informada y crítica va a emitir su veredicto. Los designados tienen la responsabilidad de no jugar la baza del oportunismo y de convertir los resultados en una verdadera ocasión para el progreso y la prosperidad.