He leído hace poco, en una revista científica, que el elixir de la longevidad ya funciona en ratones, porque un grupo de talentosos científicos norteamericanos ha descubierto un gen que, aplicado en estos animalitos, les alarga la vida, y por lo tanto, aseguran, también alargará la vida de las personas mayores de edad. Un hurra por estos inventores que han hecho algo que me parece tan difícil como averiguar que diez y cinco son catorce. Y exponen que además de aumentar el tiempo de la misma podrán retrasar el debilitamiento de los huesos, la pérdida de tono muscular y el engrosamiento de las paredes arteriales. Estupendo para los ratones, pero no sé si tan estupendo para los humanos que se atrevan con esta prueba, pues no la veo cargada precisamente de ventajas, aunque sí más emocionante que participar en un belén viviente.

¿A quién no le gustaría alargar su vida e incluso entrar en el Libro Guinnes de los Récords como el hombre o la mujer más anciano del mundo? Está claro que estos son casos que no caen del cielo sino de la genética y del cuidado esmero que se le ponga a la alimentación? y a la batalla diaria de unos ejercicios físicos, sin aspiraciones a medallas, pero con la constancia y la perseverancia que este deporte conlleva.

Bien es cierto que tal descubrimiento del gen alargador de la vida, lejos de desanimarme, ha creado en mí mente cierta magia e interés hacia esa puerta abierta dedicada a mejorar el organismo de la raza humana, pero, qué quieren que les diga, a mí particularmente se me hace indigerible este adelanto científico, porque pienso que todo ello lo viviríamos ya al otro lado del muro, o sea, cuando del cuerpo se ha fugado (jullona) la juventud y las carnes están blandas como un queso tierno, o echando suertes a cara o cruz para que no nos dé una pulmonía doble y nos vayamos al otro mundo en un estornudo. Y lo que es peor, ¿pasar cien años más mareados que un hamster caminando sobre una ruedita y atrapados en más de lo mismo: tragedias, alegrías, llantos, risas, triunfos, fracasos, amores, desamores, enfermedades, celos, envidias, soledades, traiciones, obsesiones, acné juvenil, lifting, hidratantes, nutritivas, canas, gafas, caries, cataratas oculares y etcétera, etcétera, etcétera?

No, gracias, porque para mí sería peor que una travesía por el desierto y sin agua en la cantimplora. Prefiero vivir la cruda historia de la vida y extinguirme a mi hora y a mi tiempo, que es como lo ha hecho siempre la raza humana.

¡Faltaría más!

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