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Perspectiva

Decadencia y educación

El Maestro no tiene cabeza!" es una de las últimas frases de la breve pieza teatral de Eugène Ionesco titulada, precisamente, El maestro. Conviene recordar, justo ahora, ni antes ni después, lo que está ocurriendo con la educación, y no solamente en España, sino en el resto de los países que conforman el occidente civilizado. Tras la agresión a un presidente de gobierno, las reacciones posteriores y las declaraciones de unos y otros, digo, conviene, casi sería mejor el exigirlo, que la reflexión de los intelectuales, de aquellos que, de algún modo, han de mostrar el camino a la sociedad civil, se encamine hacia lo que se entiende por educación y su relación con los conceptos más amplios de progreso y civilización. La legitimidad de esta apuesta por el pensamiento, en este recodo de la historia contemporánea, obedece a un criterio que, por oculto y despreciado, no deja de revelarse como oportuno. Nadie parece cuestionar que España, y los países de su alrededor, conforman un reducto de ilustración y libertad, manifiesto en el registro de derechos, tanto individuales como colectivos, y, por supuesto, en una larga y profusa tradición en pos de la conquista de un régimen de convivencia sin parangón en la historia universal.

En este sentido, el proyecto educativo de una nación, incluso de un continente al completo, debería estar consagrado a transmitir las bondades de un sistema de creencias y conocimientos, sobre todo estos últimos, que, a una parte, detalle lo alcanzado en el proceso civilizatorio, y, por la otra, permita que los encargados de esta crucial misión puedan ejecutarla con plenas garantías, sabiendo que, sin su compromiso y esfuerzo, los pilares fundamentales de una sociedad, en primer lugar, y las bases sociales de eso que hemos dado en llamar Europa, en un segundo renglón, estarían más que expuestos a un declive cierto, anticipo de una época oscura, repleta de tristeza y nostalgia por lo perdido.

Hay una cita preciosa, redonda en su significado, perteneciente al genio de otro rumano, el imponderable Cioran, que también conviene releer en estas fechas: "La paradoja trágica de la libertad es que los únicos que la permiten no son capaces de garantizarla". La educación confirma y completa una civilización, un credo de virtudes y un sistema de relaciones sociales. Los diferentes gobiernos de la España democrática, aunque este juicio se puede hacer extensivo al conjunto de naciones del mundo occidental, están poniendo en serio peligro la validez de tal afirmación, porque, en su angustiosa ceguera en defensa de los derechos que terminan por vulnerar, han desistido de su inexcusable tarea de fortalecer la figura del maestro, descabezándolo como en la alegoría del famoso dramaturgo del absurdo, e impidiendo su importante labor, no sólo en la transmisión de los conocimientos, sino en la difusión de una serie de valores que su personalidad moral, la auctoritas de los viejos y sabios romanos, ha venido encarnando durante centurias.

En la actualidad, y ahí tenemos el puñetazo a un candidato a las elecciones generales, a todo un presidente de un país considerado civilizado, la educación ha vuelto a situarse en la diana de la polémica. Se preguntan muchos si este menor debe ser condenado severamente por su conducta, tan deleznable, no se olvide, como los mensajes en las redes sociales que dirigió a los profesores que intentaron reprobarlo en su instrucción elemental, y que, por lo visto, sólo ahora merecen la atención de los medios. Le sentencien o no con la debida dureza, el problema persistirá porque, en lo hondo de la situación, todavía no se ha sabido entender que la educación va más allá de unos planteamientos políticos, de una inspiración ideológica determinada, e incluso de un tiempo histórico concreto. La confusión que reina sobre la figura del profesor no es más que la pantalla en la que se refleja otra realidad, quizás la única realidad.

Vivimos tiempos difíciles, impacientes en las preguntas y parcos en las respuestas, pero lo que, en todo caso, debe estar al margen de estas incertidumbres es lo que la sociedad que representamos ha conseguido, no tanto por nosotros, que somos el atribulado presente, como por los que dejaron su vida en ello y, especialmente, por los que han de venir. Una sociedad que desprecia la educación, que la somete al triunfo del relativismo moral, que desdibuja el relevante papel del maestro en ella, reduciéndola a la de un simple acompañante, ha entrado directamente en decadencia. Una palabra que retumba en nuestros oídos, aunque, por el momento, nadie parece escucharla. Todavía estamos a tiempo.

(*) Doctor en Historia y Profesor de Filosofía

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