Los chinos están que se salen, de puro salidos, tras la conversión de su país al capitalismo y a la lujuria propia de la decadencia de Occidente. Proliferan los sex-shops, se venden tiradas récord del Kamasutra y un 71 por ciento de los ciudadanos de la República Popular confiesan haber mantenido relaciones prematrimoniales del todo impensables en los puritanos tiempos de Mao. Shanghái no ha vuelto a ser aún Sodoma, pero están en ello.

Todo esto les sonará, sin duda, a los españoles más veteranos que hace ahora cuatro décadas vivieron una situación similar tras la muerte de Franco. Entonces eran habituales las peregrinaciones a la ciudad francesa de Perpiñán para que la gente se aliviara la entrepierna con Enmanuelle, El último tango en París y otras películas prohibidas por el pudibundo régimen nacional-católico del Caudillo.

Lo mismo sucedió no hace mucho en China con Sexo y zen: éxtasis extremo, filme de inequívoco título que arrasó durante meses en las taquillas de Hong-Kong. Hambrientos de sexo -como antes de comida-, los chinos hacían disciplinadas y kilométricas colas para ver una película que, a mayores, ofrecía el atractivo de su rodaje en 3-D. Ese formato tridimensional daba, al parecer, un efecto de profundidad muy oportuno para un guion basado en las penetraciones de cierto miembro en las cavidades de la otra parte contratante del reparto.

Nada más lógico si se tiene en cuenta que Franco y Mao coincidieron en instaurar, a pesar de sus ideologías solo en apariencia distintas, unas dictaduras igualmente escrupulosas en lo tocante al sexo. Si el Generalísimo penaba como delito el adulterio, su colega chino no se quedó atrás al castigar a quienes mantuviesen relaciones fuera del matrimonio, bajo la extravagante acusación de "gamberrismo". El comunismo y el fascismo, al menos en su versión española, tienen una natural tendencia a velar por las buenas costumbres.

Quizá por eso sorprenda que los sexólogos interpreten que lo que ahora está sucediendo en China es una "revolución sexual". Se supone que la revolución era el pacato régimen de antes, tan parecido por otra parte al de cualquier país en el que reine el socialismo científico. Como recordó en cierta ocasión Billy Wilder, el sexo era en realidad el único producto para el que no se precisaba hacer cola en las antiguas naciones comunistas.

Dada la enorme población de su país, por fuerza es de suponer que los chinos practicasen ya los dulces gozos de la fornicación incluso en tiempos de Mao. Solo que lo hacían exclusivamente con su pareja: y eso acaba por aburrir a cualquiera.

Lo que ahora parecen haber descubierto los antaño súbditos de Mao es el placer del sexo en sí mismo, entendido a la manera liberal (o neoliberal) de Occidente. Paradójicamente, se trata de la socialización de un hábito hasta ahora solo al alcance de las clases dirigentes de la Revolución.

El propio Mao profesaba, según es fama, la vieja creencia china según la cual los tratos con adolescentes ayudan a regenerar la sangre y dilatar la vida mediante la absorción de su energía juvenil. El muy salido no dudaba, sin embargo, en someter a su población a la más extremada abstinencia de sexo mientras él ejercía el derecho de pernada. Ahora les ha tocado el turno de resarcirse a los chinos, que están que se salen gracias al corrupto capitalismo. Quién se lo iba a decir.