La Provincia - Diario de Las Palmas

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A tiempo y a destiempo

El cortejo del Rey

Acabamos de celebrar la Navidad. Una fiesta que ha hecho cultura como pocas, aunque no es la fiesta principal de los cristianos. El centro del Año cristiano es la Pascua y el "dies natalis" de Cristo sólo se fijó definitivamente en el calendario de Roma en el siglo IV. De la fiesta de Pascua ya tenemos noticias en el siglo II y, algunos -sin grandes argumentos, todo sea dicho- hablan incluso de que tenemos noticias indirectas de una Pascua anual en tiempos de los apóstoles. No es fácil apuntarse a una afirmación como ésta, aunque sí existía ya, desde los orígenes del cristianismo, una fiesta anterior a cualquier otra, el domingo. Fiesta primor-dial y el embrión de todo el Año litúrgico.

Y junto al natalicio del Niño, su cortejo. Los mártires, un grupo de santos que ocupan los días inmediatos a la Navidad en el calendario litúrgico de la Iglesia: San Esteban, los santos inocentes y San Juan. Son los primeros que entran a formar parte de ese desfile incesante de hombres y mujeres que llamamos santos.

Hablar de martirio en Navidad, cuando hasta se firman treguas de paz para que las ráfagas de metralleta o las imágenes violentas no nos rompan la digestión, no parece políticamente correcto. Pero hay que hablar. Este cortejo que nos ofrece el almanaque día a día es una apuesta navideña, sin trampa ni cartón, por la historia. Y la historia es como es, no como nos gustaría que fuera. Nuestra idealización del pasado y de todo lo que rodea el nacimiento de Cristo nos lleva con frecuencia a olvidar las circunstancias desnudas y dramáticas de una familia de desplazados que hoy emergen como sombras de un espejo roto en los miles de prófugos que buscan posada.

Muchos de estos prófugos son cristianos. Huyen no sólo de las bombas, sino también de un sistema que les niega ser lo que son: cristianos. Abandonan una tierra calcinada e inhabitable donde han vivido desde mucho antes que sus verdugos. Son el resto de aquellas primeras comunidades cristianas, memoria de aquella memoria primera, que hasta mantenía viva la lengua materna de Jesús, el arameo. Son las raíces de un colectivo que llamamos cristianismo y cuyo sino es el martirio.

¿Dentro de diez años habrá espacio para el cristianismo en Medio Oriente? ¿Por entonces, los cristianos serán exterminados o expulsados de su propia tierra? Mirando los resultados de lo que pasa, por ejemplo en Irak, los temores son fundados: del millón de cristianos en el año 2002-2003 se ha pasado hoy a 275.000.

Es una hemorragia masiva con réplicas en Siria, en Pakistán y hasta en diez países de nuestro mundo, donde ser cristiano es una condición de alto riesgo. En China, Eritrea, Irán, Arabia Saudita, Libia, Nigeria, Sudán o Corea del Norte identificarse como cristiano es pasar a la lista negra y, desgraciadamente, la lista aumenta cada año.

África en general, considerada hasta hoy como la esperanza más espléndida para la Iglesia del futuro, está viendo cómo avanzan los grupos fundamentalistas en países como Kenia y Tanzania. Y allí donde no actúan los extremistas, son las autoridades de turno y las leyes las que oscurecen el horizonte.

"Hoy hay más mártires en la Iglesia que en los primeros si-glos" afirmaba, no hace mucho, el papa Francisco en una de sus homilías en Santa Marta. Y el patriarca caldeo de Bagdad entrevistado en una radio italiana con motivo de la apertura de la puerta santa de la catedral más importante del país, dedicada a Nuestra Señora de los Dolores, afirmaba: "Somos verdaderamente una Iglesia de mártires. Hay guerras, ataques, raptos y amenazas, pero sobre todo hay muerte. A lo lar- go de los últimos doce años han sido asesinados un obispo, cinco sacerdotes y 1.267 laicos que han entregado su vida por su fe. Hombres y mujeres a los que ni siquiera se les ha dado la alternativa de huir de la planicie de Nínive. De allí tuvieron que salir, en una sola noche, más de 120.000 cristianos, abandonándolo todo, por fidelidad a su fe". Perseguidos y, lo que resulta más insultante, olvidados.

Son hombres y mujeres anónimos que, en algunas ocasiones, muy contadas, podemos identificar, ponerles rostros. Cuando sucede, el mundo global se conmueve y se moviliza, pero son miles los que quedan en la oscuridad. Uno de esos rostros es el de Meriam Ibrahim, cristiana sudanesa, condenada a muerte por apostasía, obligada a dar a luz en la cárcel y sólo liberada después de una campaña internacional, o el de Asia Bibi, aún encarcelada en Pakistán y en espera de la ejecución a muerte por blasfema, a pesar de las peticiones de clemencia llegadas de los cuatro puntos cardinales.

Son la punta de una pirámide, sumergida en el mar de la indiferencia, que lo invade todo. Los heridos de Dios que le dan al belén viviente, que es la historia, el contrapunto de locura, encarnada en otro tiempo en Herodes y que sigue ahí. Son los cientos de niños ahogados en el Mare Nostrum, hoy menos nuestro y más de aquellos que lo habitan como fosa común. Son los santos inocentes -más de 700 en este año- cuyos diminutos cuerpos han quedado sembrados en las playas turcas y griegas, rechazados por la resaca de las olas para que no cerremos los ojos. Hoy siguen muriendo inocentes. Son los santos inocentes y el cortejo de este Rey desplazado, sin techo, amenazado desde la cuna, sigue aumentando y cambia a mucha velocidad. La mística de la misericordia es una mística de ojos abiertos. ¿Estos quiénes son y de dónde vienen? ¿Por qué?

Hoy hay más mártires en la Iglesia que en los primeros siglos. Perseguidos y olvidados.

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