Lo bueno que tiene esto es lo mal que se está poniendo. Ésta es una broma clásica en Cuba, una frase de la conversación política cubana. Y viene al pelo para el nuevo escenario en España. No refleja derrotismo sino, al contrario, ironía, sentido de la realidad y, en el fondo, pasión por las cosas. Casi una fenomenología? a lo Husserl. Un escenario difícil se vuelve de golpe una expectativa, se sabe que nos va a a decir cosas porque van a pasar cosas. Entonces, ¿qué es lo que tenemos en primer lugar? No hace falta ir muy lejos: tenemos en España desde el domingo una divergencia de partida entre lo que han pedido las urnas y lo que pudiera darse como gobierno, no por intención de torcerlo sino por aritmética parlamentaria en primer lugar y por el choque parcial entre dos mandatos y quienes tendrían que llevarlos a cabo.

Hay dos cosas que han dicho las urnas: una es que ha ganado por un millón de votos, no mucho, pero suficiente, el mandado ciudadano de arbitrar una política económica que se oponga -en una negociación inevitable- a los dictados de Europa para la crisis, que es quien fija los deberes principales a los estados miembros. Las elecciones han dado en votos la mayoría a la izquierda, aunque ese millón más no se refleje en escaños por el sistema electoral y por la equivocada concurrencia por separado de Podemos e Izquierda Unida: de haber ido juntos tendrían ochenta y pico escaños y habría seguramente gobierno de izquierdas en España con el PSOE. Sea como fuere, el hecho es que una mayoría de españoles tiene demandas sociales nuevas y rechaza las reformas estructurales pendientes: más flexibilidad laboral y control estricto del déficit, esto es, ni un euro más, sino, por lo pronto, el informe de los técnicos comunitarios lo indicaba hace una semana, diez mil millones menos de gasto, otro recorte, al que quizás sigan más, depende del crecimiento económico.

La otra cosa que han dicho las urnas la han dicho en Cataluña. Y allí han dicho que una mayoría de catalanes quiere un plebiscito sobre la independencia para poder decidir cuanto antes: 29 frente a 18 escaños, 54% de los votos. Ante ello lo que sucede es sabido: el primer mandato -el giro a la izquierda en la gestión de la crisis- tiene al PSOE y a Podemos en disposición de ser acordado, pero le faltan los votos del nacionalismo periférico, lo mismo que pasaba hasta ahora en la lógica política española. Les falta el PNV (sería posible el acuerdo dada su dimensión social democristiana) y el independentismo catalán, al que tenemos -hoy en dos mitades iguales- de derecha e izquierda. Sin embargo, éstos últimos, unidos en la batalla por la consulta plebiscitaria, la esgrimen como condición para permitir un gobierno -en este caso- de izquierdas en España sin participar en él, quizás con algunos matices del catalanismo conservador. Podemos defiende la consulta, pero para votar no a una salida de Cataluña. Incluso va más allá y se ha apresurado a ponérsela a los socialistas también como condición. El PSOE en modo alguno la apoya, no sólo por línea política sino porque se disolvería en el resto de España: los socialistas españoles y sus votantes tienen una percepción muy hispánica de lo catalán, entienden que atañe a toda España. La consecuencia es evidente: no hay manera, en principio, de cuadrar escaños suficientes y demandas mayoritarias.

Por ello, lo que de inmediato aparece en escena es la gran coalición entre socialistas y populares o unas nuevas elecciones. Éstas son, en realidad, las salidas más probables en la política española una vez que los alineamientos ideológicos no tienen el respaldo de la aritmética. Conformar, en este momento, gobiernos en minoría a ambos lados del arco político tienen demasiados inconvenientes para prosperar. El asunto es si España se ha vuelto una Italia sin italianos, como dice Felipe González: una complejidad enorme para formar gobierno sin la cintura florentina para manejar la situación. Es justamente lo que está por ver. Pues la necesidad es virtud, dicen, y hay otros actores: aquí tienen la prueba de fuego.

Es obvio que esta gran coalición entre PP y PSOE es la salida que prefieren en Europa. También la prefieren las grandes empresas españolas y seguramente sectores del PSOE. Por descontado es lo que busca el PP: su única posibilidad de continuar en el poder. Y esa preferencia de Bruselas y Berlín -la Comisión Europea y el establisment alemán- impone mucho, condiciona y hay mil mecanismos para forzarla. España ya es parte de un espacio en el que pesa e incide lo que hace cada una de sus partes. Sería para Europa una operación para garantizar la estabilidad española en un momento de salida de la crisis -más de la anorexia en la actividad económica- sin cambios de timón y también descabalgar al problema catalán de los condicionantes para formar gobierno. Bruselas no quiere precedentes secesionistas, pues entonces habría cola. La consulta escocesa es sólo una excepción británica.

Lo que tiene en contra esta alianza de los dos primeros partidos son de nuevo los peligros que encierra para el PSOE. Los socialistas han confirmado la amenaza a su hegemonía política por Podemos desde la izquierda. Les gana por la mano en los grandes ciudades: el voto joven. Una coalición con el PP ahora, en primera vuelta, es renunciar al giro social -a otra gestión de la crisis- que el PSOE ha propugnado como su factor de identidad y renovación. El coste político de entregar ahora sus votos a una alianza con el PP sería alto. Aunque fuese un gobierno técnico, así los llaman, con un independiente a la cabeza, incluso apoyado desde fuera por los socialistas, no es posible casar una cosa y su contrario: o se acepta el dictado de Bruselas, como hace el PP, o se intenta negociar otra cosa con Europa, como quiere el PSOE, y no cosméticamente. No hay otra forma para decidir si se sigue la misma política económica o no. Habría entonces que ver qué defiende finalmente esa alianza de gobierno para saber de qué lado se coloca el PSOE. No será difícil.

La única manera de justificar la gran coalición para los socialistas sería que se agotaran todas las vías -incluyendo nuevas elecciones- y la estabilidad política se volviera imposible. En ese caso la propia sociedad española pediría el acuerdo y los electorados aceptarían renuncias. Incluso Bruselas podría tener algún gesto, nunca muy relevante. Esto es lo propio del clima que se crea cuando se vislumbra una necesidad de orden: que pongan orden, el que sea, pero que lo pongan, todo menos el desorden. Por lo tanto, unas nuevas elecciones cobran aquí relevancia.

Lo que pasa es que esta famosa segunda vuelta, por último, es siempre arma de doble filo. Para todos. En este caso no hay, además, un enemigo común a batir, como en Francia sucedió ahora con el Frente Nacional, frente al cual la izquierda se retiró de la segunda vuelta para que la derecha tradicional batiera a Marine Le Pen. Y así ocurrió. Un corrimiento de votos en alud. En España todo lo más puede pasar -y no es poco- que el miedo a una situación crónica de ingobernabilidad refuerce a los partidos tradicionales. Puede también que lo haga en un caso, el PP, y no en el otro, el PSOE: el recambio en la derecha se ha desinflado un tanto y en la izquierda se ha reafirmado, con lo que lo mismo el electorado se anima a consolidarlo. De hecho Podemos lo está tentando. Nunca es automático. Las segundas vueltas son muy dúctiles, se vota de otro modo. Sería ésta la primera en España, con lo que el comportamiento electoral es aún más una incógnita. Lo que es cierto es que, de llegarse a esta segunda vuelta, si la aritmética parlamentaria no acompaña a los alineamientos ideológicos éstos quedarán relegados por completo. Todo o nada. Entonces, hay que recalcarlo, sólo pesará el cierre de la situación, tener gobierno.