Cuando la suerte le sonrió no lo dudó. Era el momento de hacer realidad los sueños de su vida y no reparó en gastos. Compró yate y castillo. Tal cual. Jamás había tenido entre sus manos un timón; lo más cerca que había estado de un barco fue en el de amigos que le invitaban a un paseo. Pero es tozuda, dicen los que trataron de disuadirla para que abandonara la inversión. Fracasaron. Le había tocado un premio importante en el sorteo de El Niño del 2000, unos 800 millones de pesetas. Con su cabecita loca dejó su trabajo a la carrera y se dedicó a recopilar folletos de barcos, medianos y pequeños. Una de sus hermanas preocupada le sugirió si no sería mejor sacar lo de patrón de barco antes de comprar el yate. Ni caso. Lo compró y lo estrenó. Bueno, se lo sacaron unos amigos, ella no sabía. Años después lo vendió en menos de lo mitad de su precio. No había tenido tiempo de sacar el título y nadie lo movía.

Y ahora hablamos del castillo, que también tiene su componente tragicómico. Se trataba de una casa castillo abandonada hacía años. Una ruina en todo el sentido de la palabra. Ella se había enamorado de aquella fortaleza desde que la descubrió así que desde que pudo negoció y la adquirió como otra gran inversión de su vida. Lo reconvertiría en hotel, dijo. Nada. Ni hotel ni san hotel. El dinero ya mermaba. Del castillo dejó una parte pendiente de pago y cuando se la reclamaron pidió tiempo. No se lo dieron. Acabó en los tribunales, alcanzó acuerdos con los propietarios y el juez optó por una solución salomónica, la más dañina para ella. La mitad del castillo para cada uno. Ni buey ni oveja.

Hoy está en la ruina.

stylename="050_FIR_opi_02">marisolayala@hotmail.com