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Papel vegetal

El conflicto catalán

Todo lo que rodea al conflicto catalán es un puro sinsentido. Un sinsentido en el que proliferan y se alimentan mutualmente la demagogia partidista, torticera y ventajista de unos y de otros.

Uno no puede pretender retener a toda una comunidad, al menos en pleno siglo XXI y en democracia, contra su voluntad, y es difícil creer que hubiese que llegar a tal extremo si se hacen las cosas de modo muy distinto de como se han planteado y hecho hasta ahora.

Habría que analizar antes de nada por qué ese progresivo enconamiento de la herida catalana en el cuerpo que llamamos España y que amenaza de pronto con poner en peligro la con- vivencia no sólo en aquella región, nación o como queramos llamarla, sino en todo nuestro territorio.

En una época de inseguridad económica y social, consecuencia de la globalización y las políticas neoliberales, fuertemente agravada además por la crisis, parece lógico que muchos traten de buscar seguridad en lo que sienten más próximo -su comunidad- y se intensifique en ellos la sensación de pertenencia porque notan que hace mucho frío afuera.

Y ello tanto más por cuanto tienen la impresión, y no ocurre sólo aquí sino en toda Europa, de que los políticos a quienes los ciudadanos han elegido se olvidan, una vez llegados al poder, de los problemas del hombre y la mujer de la calle y sólo parecen ir a lo suyo. La bochornosa proliferación de los casos de corrupción aquí y allí no resulta nada edificante.

No es aventurado atribuir por otro lado buena parte de la sensación de agravio que experimenta una parte nada desdeñable de los catalanes a esa sensación de menoscabo de su identidad que ellos atribuyen al resto de España porque así se lo han dicho machaconamente políticos e ideólogos.

Pero ver en las reivindicaciones independentistas tan sólo un desafío irracional e irresponsable a la unidad de España, que a muchos nos recuerda aquello de "una, grande y libre" del franquismo, sin intentar entender sus razones equivale a miopía política que sólo va a agravar las cosas.

Una miopía, la manifestada hasta ahora por el Gobierno del PP, compartida por quienes desde otras regiones del Estado y bajo signos ideológicos distintos ven en ese conflicto la oportunidad de obtener un inmediato rédito político porque no hay nada que sea más rentable políticamente que elaborar listas de agravios comparativos.

Se trata -y el propio Gobierno de la Generalitat ha dado mejor prueba que nadie de ello- de buscar fáciles chivos expiatorios capaces con los que distraer a los gobernados de sus verdaderos problemas, que son prácticamente iguales, vivamos al norte o al sur del Ebro.

Es cierto que la izquierda, una izquierda que sea consecuente con sus postulados ideológicos, no debería ser en ningún caso nacionalista como es el caso de cierta izquierda catalana, que ha encontrado por otro lado en el republicanismo sus principales señas de identidad.

Aunque tal vez sea demasiado pedir, llegados a este extremo, se hace necesario un ejercicio de reflexión sobre las causas de la desafección que dice sentir una parte importante de los ciudadanos de Cataluña y buscar cómo convencer a la mayoría de que en tiempos de globalización neoliberal es mejor para todos unir que separar fuerzas.

Si algo parece cada vez más claro es que a las grandes multinacionales, ésas que presionan a los negociadores, ya sea sobre el cambio climático, ya sobre comercio e inversiones -véase lo que ocurre actualmente con el TTIP (tratado transatlántico de comercio e inversiones)-, les interesa sobre todo el debilitamiento de los estados nacionales y la competencia fiscal entre todos ellos para que les pongan el mínimo de trabas.

Son consideraciones de este tipo las que deben servir para persuadir a los catalanes de que es mejor que sigamos juntos para enfrentar los viejos y nuevos retos. Eso y no los llamamientos retóricos a la unidad sagrada de España o los igualmente demagógicos a la patria catalana. Diálogo, que no absurdos desafíos ni por supuesto imposiciones.

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