Ahora que andamos en fiestas navideñas y todos sujetos a la debilidad de los turrones y polvorones, hace unos días entré en una dulcería porque el aroma de unos dulces recién hechos reclamaba mi presencia, a pesar de que tal lugar, además de ser siempre peligroso y temible, nos coloca a todos en una situación casi trágica, dado que, como dice el dicho, "comer y rascar, todo es empezar" y servidora de ustedes tengo un "vínculo de amistad" muy fuerte con los pasteles. Y ahí que me vi, sin ser consecuente con los gramos de más que me iba a echar sobre el cuerpo.

Allí, una niña de unos cuatro o cinco años, acompañada de su mamá, devoraba con deleite un dulce de chocolate, que manejaba como masilla entre los dedos pero pringadas sus manos y casi toda su carita, mientras su joven madre, seguramente pensando en la brevedad de esta vida, se "jincaba" ella solita una selección de pasteles colocados en una pequeña bandejita de cartón, sin prestar atención a su retoño, sólo en la búsqueda de su placer gastronómico, que sabe Dios cuánto haría que no probaba esta chuches por eso de la línea y que ahora, en fiestas, aprovechaba.

Recordé entonces lo que me ocurrió con mi nieto Pablo (Blosky para mí), el cuarto de mis cinco nietos y hoy un galletón de catorce años y uno setenta y siete de estatura. En aquel entonces tenía tres añitos y ya era un entusiasta del chocolate como su abuela. Estando ambos en casa, pedía chocolate con impaciencia, incluido el llanto, y por no oírle más y poder respirar el oxígeno necesario para que mis células funcionaran a pleno rendimiento, le di sin prudencia media tableta dejándole posteriormente sentado en el sofá del cuarto de estar, frente al televisor y sus dibujos animados preferidos mientras servidora, a su lado pero en mi acogedora mecedora, leía plácidamente una hermosa novela con un final muy triste.

Mi nieto, que parece que le han dado jarabe de pico, llevaba largo tiempo sin chistar, lo cual me extrañó ya que hasta hoy no necesita una pandilla para ser feliz y hacerse oír, así es que dejando a un lado la lectura y echándole la vista al objeto de mis cuidados, quedé encallada en el asombro y deseando por un minuto que me tragara la tierra pues la flor de la bilirrubina se me vino encima al ver niño dormido, sofá, cojines y manta de verano impregnados del derretido chocolate. El susto (que es algo así como perder altitud en pleno vuelo o como una descarga eléctrica de alta intensidad), de entrada, me dejó parada como un trono de Semana Santa. Entiendo que los impulsos no son buenos ni malos, sino que sencillamente forman parte de nuestra naturaleza humana, así es que me vi contra las cuerdas, hablando sola, sudando la gota gorda mientras limpiaba todo aquel tinglado y acordándome de mi horóscopo semanal que me anunciaba tranquilidad, nulas tensiones y descanso absoluto.

Mi nieto, ante tanto ajetreo, despertó observándome con una expresión divertida, y no sin cierta dificultad en el habla dado su edad y el somnoliento estado, me espetó con su boca hecha un depósito de saliva achocolatada y su carita irradiando más luz que un foco halógeno, "abuelita, yo tiero más tocholate". Ni que decir tiene que deseé tomar los votos perpetuos. Que tengan un buen día.

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