Hay legiones de jóvenes en este país para los cuales la transición democrática española les resulta algo tan ajeno y tan lejano como a las personas maduras las guerras Púnicas. Esas juveniles legiones son votantes mayoritarias de Podemos, en sus distintas versiones, y mientras los demás partidos continúen hablándoles de Aníbal y los elefantes, seguirán votando al chico de la coleta. Hay otro montón de gente de diferente edad y condición, que está cabreada con su situación económica, con el deterioro de los servicios públicos o, simplemente, con el dontancredismo -que pronto pasará a llamarse donmarianismo- de Rajoy en cosas tan absurdas y esenciales como la deriva catalana hacia la independencia de sí mismo. Ese montón también le ha dado su voto a la formación malva, con mucha, poca o ninguna afinidad ideológica, no es el caso. Después, miles de integrantes de la generación que tenía veintitantos en 1982, la que votó a Felipe González con ilusión pero, sobre todo, con el miedo en el cuerpo por los sucesivos y constantes ruidos de sables, se han quedado en casa, han optado por castigar a su partido más afín, el PSOE, porque no les ilusiona ni lo que dice ni lo que hace. Puestas así las cosas, el 20 de diciembre se produjo el potaje con el que ahora pretenden entretenernos hasta que los reyes magos nos traigan carbón, o las reinas magas, porque puestos a enredarla, hasta con ese asunto se han montado una absurda polémica paritaria. Claro que ocurre que no hay una Clara Campoamor, ni una Victoria Kent, ni un Manuel Azaña, ni un Indalecio Prieto. Ni tampoco un José Antonio Primo de Rivera, preso de sus contradicciones, que pudiera tener como buen amigo a Federico García Lorca. Ni tampoco iguales a Indalecio Prieto, a Largo Caballero, a Calvo Sotelo, a Buenaventura Durruti, a Ángel Pestaña, a Maura o la Pasionaria. La lista de ese pasado nuestro es larga, tanto como corta o inexistente es la del presente: no hay líderes, hay peleles que deambulan de un plató de televisión a otro, al ritmo que marcan las audiencias. Y se han olvidado que en política, a la hora de construir un discurso, a la hora de pensar, lo importante no son las audiencias sino las cadencias. Pero no hay asesor que ilumine cuando la bombilla no funciona, porque el dirigente de turno se encuentra más cómodo en la oscuridad de su neurona. Mas habrá tiempos mejores, seguro, por eso empieza un nuevo año.