La Provincia - Diario de Las Palmas

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Lo que hay que oír

Lo duro pierde

Tras los denuestos y burlas de mis artículos recientes sobre el lenguaje de la nueva Ley de Educación (esa Lomce escrita en lomcerés, lomceriano o lomcerense: en neoespañol absurdo), podría alguien preguntarse que sí, que muy bien, pero que cuál es la solución al desmán educativo. Aquí va: una resistencia a ultranza contra el hundimiento del estudio de las humanidades, llámense filosofía, idiomas y culturas, llámese lengua, llámese arte? Cuando nos demos cuenta de que el celebrado éxito de la escuela finlandesa, por ejemplo, radica en que, al no contar con otros medios naturales que les permitiesen vivir con holgura, decidió aquel país invertir en formar ciudadanos, qué paso de gigante no habremos dado. Sin embargo, no quiero ser yo quien argumente a favor de mi tesis, en pro de la defensa a muerte de las humanidades. Quiero que la columna de hoy me la escriba un sabio, Emilio Lledó, reciente Premio Princesa de Asturias.

En su discurso de aceptación (muy oído, aunque muy poco escuchado), fue desgranando una línea argumental perfecta. Comenzaba: "No podríamos imaginar en nuestro mundo tecnológico que, de pronto, nos dijeran algo así como: mañana no habrá aire, nunca más habrá agua. Nos sobraría ya todo, no habría prodigio técnico capaz de compensarlo". En efecto, pero lo mismo ocurriría si nos faltase la luz interior ("en la que nos vemos y en la que somos"), es decir, "esa posibilidad de experimentar el asombro y la unión con el mundo en el que estamos". Gracias a esa prodigiosa luz, se hizo presente algo que no podíamos tocar: la Verdad, el Bien, la Belleza, algo que no podíamos percibir con los sentidos. Lo percibíamos mediante "esa luz interior, nacida en el corazón del lenguaje y que nos ha hecho comunicación y humanidad, que nos ha transformado en palabra". Al explorar hacia dónde nos llevaba esa luz, nacieron las "humanidades", una palabra fruto de un largo proceso cultural, un ideal en la memoria colectiva y, sobre todo, el resultado no sólo de la teoría, sino que es en sí misma fuerza, dinamismo, riqueza para la sociedad, resumo parafraseando al sabio Lledó. "Las humanidades se aprenden, se comunican. Las necesitamos para hacernos quienes somos, para saber qué somos y, sobre todo, para no cegarnos en lo que queremos, en lo que debemos ser".

Pero, ¿no basta abrir los periódicos o escuchar las noticias para comprobar que acaso ya se nos haya deteriorado esa prodigiosa invención de las "humanidades"? ¿No es cierto que "a pesar de los indudables progresos reales, el género humano no ha logrado superar la ignorancia y su inevitable compañía, la violencia, la crueldad"? (Llamo muchísimo la atención sobre estas últimas palabras: ignorancia es igual a violencia). Pues aun así, hay que resistir, buscar el bien: "El bien se levantó desde ese espacio de mutua ayuda y protección con que la naturaleza asimila, alienta y sostiene sus propios productos". Y aquí hace repicar Lledó las campanas: "Ese bien, como la verdad, se aprende en la cultura que no es, en su origen, sino pedagogía, educación". La educación inicia, ya en la infancia, el proceso de construir con quién nos medimos, qué nos medimos, cómo nos medimos. Por ello, dice nuestro filósofo, "estoy convencido de que los maestros, los profesores, son conscientes de ese privilegio de la comunicación, de esa forma suprema de 'humanidades'. Ese anhelo de superación, de cultura, de cultivo es, tal vez, la empresa más necesaria en una colectividad, en una 'polis' y en su memoria. En ella, en esa educación de la libertad, alienta el futuro, el de la verdad, el de la lucha por la igualdad, por la justicia, por la inteligencia". Costará el trabajo que cueste, pero ni un paso atrás en la defensa de las humanidades, la firme trinchera contra la barbarie. Como decía el poema de Bertolt Brecht, "el agua blanda hasta a la piedra acaba por vencer. Lo duro pierde". Feliz 2016.

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