El sistema parlamentario, con siglos de historia a sus espaldas, languidece y pierde su esencia con el transcurso del tiempo. En teoría, dicho modelo sitúa a la Cámara Legislativa en el primer plano del protagonismo político. A sus miembros les corresponde elegir y controlar al Gobierno, dictar las leyes y representar al pueblo. Unas funciones de semejante calado le han convertido en el Poder por excelencia de las democracias occidentales. Sin embargo, hace mucho que su verdadera naturaleza se ha perdido por el camino y a día de hoy no deja de ser una mera apariencia de cara a la galería. Un reciente ejemplo de la escasa importancia de los Parlamentos en la actualidad ha tenido lugar en la noche del pasado 20 de diciembre, cuando los partidos que concurrieron a las Elecciones Generales en España hablaban exclusivamente de cómo formar Gobierno y de quién sería el futuro Presidente de la Nación. Para ellos, eso era (eso es) lo verdaderamente relevante.

Esta pérdida de influencia de las Asambleas Legislativas en favor de los Ejecutivos es un fenómeno que está sucediendo a nivel internacional, lo que supone una importante distorsión de las bases y de los principios elementales del sistema de organización política. Sin embargo, en nuestro país se evidencia muy especialmente. Poco a poco, las prerrogativas de los diputados y de los senadores se han ido trasladando al Consejo de Ministros, circunstancia que, unida a un régimen electoral caduco y a unas prácticas fraudulentas, ha convertido a los Parlamentos en una mera sombra de lo que eran. Ahora, lo habitual (y no lo excepcional) es que el Gobierno legisle a través de Decretos Leyes y de Decretos Legislativos. Se considera normal (y así se acepta) que los electores, al depositar su voto, piensen que están eligiendo al Presidente de su país pero no tengan ni idea de quién encabeza la lista por su circunscripción en la papeleta que han introducido en la urna. Y, lo que es peor, los llamados a ocupar un escaño han cedido sin resistencia alguna la dignidad de su función, transformándose en piezas sumisas y obedientes de una maquinaria al servicio del partido al que pertenecen. Tanto los diputados como los senadores se limitan a cumplir órdenes y a votar como autómatas, de forma mecánica, entregados a sus respectivas organizaciones en vez de a los ciudadanos que les han otorgado su confianza.

En otra partes del mundo no ocurre lo mismo. Existen sistemas bien distintos. Sin ir más lejos, en los Estados Unidos de América Barack Obama no tiene garantizado el voto favorable a sus propuestas por parte de los miembros del Partido Demócrata. Allí ha calado profundamente la idea de que cada concreto congresista y cada concreto senador se deben antes a sus votantes que a sus siglas. Es indudable que la estabilidad gubernamental es un valor muy a tener en cuenta. Sin embargo, no es el único. Y tampoco se debe confundir esa estabilidad con una tranquilidad para gobernar derivada de contar con un Parlamento dócil y controlado. Tal vez ya haya llegado el momento de impulsar políticas y propuestas por parte de los grupos parlamentarios, y que no sean tan sólo los proyectos del Gobierno los que decidan el devenir de nuestra sociedad.

No es la primera vez que un Ejecutivo en España no va a gozar de mayoría absoluta para gobernar, pero el hecho de que Congreso y Senado retomen en serio las vías del debate y de la negociación no debe suponer ninguna quiebra de los principios básicos de nuestro Constitucionalismo. Quizá, y sólo quizá, pueda transformarse ese supuesto problema derivado del resultado electoral en una oportunidad para revitalizar nuestro actual modelo, que lleva largo tiempo mostrando unos preocupantes síntomas de atrofia.

Bien es cierto que, para lograr revertir esta situación y convertir la fragmentación parlamentaria en una opción real de fortalecimiento del sistema democrático, se precisa de hombres y mujeres con visión de Estado, formación adecuada y capacidad necesaria para combinar el rigor y la generosidad. Parafraseando a Winston Churchill, no necesitamos políticos que piensen en las próximas elecciones, sino estadistas que piensen en las próximas generaciones, que trasciendan al interés partidista y que se unan en aras del bien general de la nación. Por más bienintencionado que suene, no deja de ser cierto. Ojalá los recientes resultados electorales sirvan para devolver a nuestro Parlamento la relevancia que se merece y la posición que le corresponde, que no es otra que la de centro de gravedad de un sistema en el que la asamblea representativa del pueblo debe primar.

(*) Doctor en Derecho. Profesor de Derecho Constitucional de la ULL