La Provincia - Diario de Las Palmas

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De aquí y de allá

De la Memoria Histórica vs. Histérica

La virtud de la memoria es el recuerdo, sólida afirmación que nos reivindica en la oscuridad de los episodios más negros de nuestra historia personal y colectiva. Por contra, creo que la mejor virtud de la memoria es el olvido. Las guerras, ninguna de ellas civiles, portan un matiz especial cuando se trata de enfrentamientos entre gentes de un mismo territorio. Las civilizaciones en pie de guerra son la patética muestra de que los hombres -léase la humanidad-, no aprende ni a palos ni con vaselina cerebral. La insistencia en lo bueno nos hace mejores. Y abocándonos al día a día del común vivir, ¿quién diría que en España hubo una guerra entre 1936 y 1939, que se saldó no solo con un trágico balance de bajas sino con una larga lista de desconsuelos? Recordar, como su propio nombre indica, es volver a poner el corazón. Los permanentes "recordadores" (disculpen este inexistente término) de aquella explosión de desencuentros existen aún.

El tiempo no borra las huellas de una grave lesión, permite traspasar a las generaciones venideras sus letanías de dolor, frustración e ira.

El ejercicio que impone el perdón es muy duro, y no hay otra manera de vivir en paz con los demás y consigo mismo.

Nos pueden el rencor, el odio, la venganza; es consustancial al ser humano -cenizas del cerebro reptiliano-, pero sobre ese sistema nervioso primitivo asienta la capa más noble de la arquitectura cerebral, desarrollada a lo largo de siglos y cuyos frutos son tangibles hoy día -la debutante neocorteza frontal-. Y por más que vengan mensajeros predicando la reconciliación de este linaje siempre surge el que tiene la herida mayor, el que tiene más avales de la historia, el que más ha sufrido, y una inacabable lista de asimetrías y despropósitos que hacen tan pequeña la caridad como mínimo es el proporcional perdón. El empeño de determinados sectores de nuestra sociedad en sacar el hacha de guerra del atornillado recuerdo de la que debería llamarse "guerra incivil española" parece proporcionar un incierto grado de satisfacción.

Al bien hay que responderle con bien y al mal con la Justicia, dicen unos, y puede que les asista su razón hasta un punto, puesto que no deja de ser una variante de la ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente (claro que así, terminamos sin ojos y sin dentadura). Sin embargo, para perdonar, llevando al olvido las agresiones sufridas, es preciso entonar el arrepentimiento y sentir vergüenza por el daño causado.

La altivez y la soberbia de la que hace gala el vencedor evocando que en toda guerra hay quienes ganan y quienes pierden sin la más mínima señal de decir "lo siento" sitúa en una muy difícil situación la posibilidad de una solución a cualquier conflicto.

Ítem más, si al cabo de los años varían las circunstancias y los que perdieron se tornan en ganadores esbozando una sonrisa sardónica, estaremos en más de lo mismo. Para comenzar a pasear por el olvido se hace necesario pedir disculpas -no basta en este punto decir que ya todo pasó, que no es una excusa-, y de manera simultánea, tender la mano abierta y que se estrechen aquellas sin que haya ninguna que se transforme en un puño cerrado que imposibilite llegar al apretón.

Los magos reyes venidos de Oriente, tan próximo como querido para este humilde autor, han cambiado de sexo. Ya se ve que los milagros de transformación no los hace únicamente la Medicina Occidental sino algún político que se arrima a las ascuas de tiempos pretéritos.

Las renombradas calles de nuestra España, retirando lapidarios pedazos de historia -buena, mala o medio pensionista-, para tornarlas en otros, que también tendrán su aquél, es un ejercicio inútil, tanto en cuanto cada cual recuerde a los suyos. Pongámosles números a las calles y calcemos las plazas con nombres que no ofendan a nadie. En el punto en que la Historia sirva para ser un recuerdo permanente, una memoria viva de hechos que a la luz de nuestros días pudieren parecer denigrantes, flaco favor nos hace. Seguiremos siendo prisioneros de nuestros enemigos.

De otro modo, si somos capaces de pasar sobre esos mismos recuerdos con la firme propuesta de no cometerlos más, habremos generado paz con una generosidad ilimitada. El aprendizaje del olvido es tarea ardua y sin embargo, de aplicarse el principio de que no hay dos pensamientos simultáneos, hace posible sustituir uno por otro. Si la idea -fruto del pensamiento- se tornara ineficaz y hasta obsesiva, se modifica con otra, gratificante y fresca; entonces se vuelve posible el ansiado cambio del rencor a la paz.

Tantos años de mi propia vida asidos a la vieja y terrible historia de guerras en mi querida España natal y en mi Palestina amada no valdrían de nada si el precio de los recuerdos y del propio presente no se mutaran en la capacidad del olvido y en las propuestas de restituir los daños causados merced a una justa valoración de las partes en conflicto. Ni de izquierdas ni de derechas, ni palestinos ni judíos. La razón es una sartén de doble mango. No hay roca que el mar no transforme en fina arena, mejor con el suave oleaje que con tornados bravíos.

La Justicia no siempre sacia la sed de reparación. La razón hay que tenerla, saber explicarla y finalmente que te la den. Importa mucho luchar, y sobre todo resistir acorde con el inmutable principio de no hacer daño, no colocar la vida de rodillas ni atender a vanos cambios que enrabieten apaciguados tiempos, que hay que aprender a olvidar.

La Historia es una cosa y la histeria es otra.

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