La 32ª edición del Festival de Música de Canarias acaba de arrancar en los auditorios Alfredo Kraus y Adán Martín con la Filarmónica de Londres bajo la batuta de Christopher Franklin y la voz de Juan Diego Flórez. Su presupuesto, aportado por el Gobierno de Canarias, se mantiene congelado en algo más de un millón de euros, signo inequívoco de que no está aún entre las prioridades del Ejecutivo regional retornar sin pausa a cifras que nos acerquen a los 2,4 millones de euros del año 2010 y mucho menos a los ya lejanos 4,5 millones de 2009.

Pese a estas contriciones financieras, la convocatoria de la nueva cita demuestra que los gestores culturales del Archipiélago no desisten en su empeño, inasequibles al desánimo en medio de una programación con perceptibles reducciones. Tal ejecutoria debe ser alabada, máxime cuando la cultura desaparece de las prioridades públicas asfixiada frente a otras necesidades inversoras. El sostén del Festival contra viento y marea, sin embargo, no debe ocultar la arbitrariedad con que se adoptan otras decisiones presupuestarias, que por sus excesos se asemejan al maltrato. Mucho se habla de las consecuencias de la crisis económica en la desaparición de los patrocinios privados al Festival, pero poco se les puede exigir o echar en cara cuando el Ejecutivo anda tan retraído en la parte que le corresponde. Fundaciones, bancos y empresas se lo piensan al constatar que el Festival ha dejado de ser estratégico.

Esta semana fallecía Pierre Boulez, director y compositor francés de culto, protagonista en la edición 2001 del Festival. No es el único maestro que ha pasado por nuestros escenarios: Abbado, Masur, Muti, Barenboim, Celibidache, Jansons... Sería preciso un espacio extraordinario para dejar constancia aquí de la estela de solistas (desde nuestro llorado Kraus a Rostropovich pasando por Plácido Domingo o José Carreras) y de estrenos absolutos (Stockhausen, Cristóbal Halffter o Tomás Marco) en el seno de las sucesivas ediciones del Festival de Música. Estos protagonistas históricos no deben ser en modo alguno argumento para la nostalgia de unos años dorados, sino el acicate perfecto para espabilar el entusiasmo, la profesionalización, la dirección pública sobre el evento y para alejar cualquier atisbo que ponga en cuestión el aspecto medular del Festival.

A este respecto, es necesario resaltar que el Festival creado en 1985 es uno de los primeros del territorio nacional que trata, en primera instancia, de concertar el binomio cultura y rentabilidad. La apuesta venía a ser el adelanto a un requerimiento que entraría en vigor a partir de la crisis de 2008: aplicar a las iniciativas culturales un retorno económico, reflejo del esfuerzo presupuestario, y complementario a la contribución social y cultural. El Festival se afianza como el más importante de Europa en la estación invernal. Sus gestores ven posible conseguir que a la oferta de sol y playa se le añada la musical, con una programación lo suficientemente irresistible para distinguirse de otros competidores turísticos.

Conocido es que el propósito del Gobierno de Jerónimo Saavedra, por aquel entonces presidente, choca con un sector que ve injustos los recursos públicos que consume el Festival, y que reclama un tratamiento similar para lo que en aquella época se distinguía por "cultura popular" frente "al elitismo" de la música clásica, sostenido ideológicamente por amantes de la ópera o por sociedades como la Filarmónica, pionera en el Estado español. El debate tuvo sus efectos electorales para el socialismo canario, si bien ello no supuso en modo alguno el punto final del Festival Internacional de Música de Canarias. Un gestor como Rafael Nebot, al frente de la dirección hasta 2008, logró el impulso, y lo que es más valioso, creó a partir de entonces la sintonía para que los sucesivos gobiernos fuesen conscientes de la trascendencia del Festival, ya fuese como articulador de un modelo socioeconómico o bien como elemento aglutinador que daba continuidad a una cultura musical isleña que tenía su cimiento más singular en las compañías que, de camino a América, aceptaban la invitación para actuar en el coliseo, haciéndose cargo del caché un noble o terrateniente.

Pero nos encontramos en el tiempo del estallido de la burbuja cultural, con damnificados por todos lados, con músicos que luchan contra la piratería, con reducciones drásticas de los presupuestos culturales, con cierres de teatros, con auditorios vacíos, con una dependencia absoluta de la taquilla y esclavos de los gustos mayoritarios. El Festival, como el resto de los actos culturales a los que se les exige sostenibilidad, tiene por delante el reto de reflexionar sobre el equilibrio entre calidad y popularidad.

De sobra es sabido que en la música clásica una cesión frente a los indicadores comerciales puede acarrear, por desgracia, una depreciación en el ranking de los festivales. Por supuesto que el clima, la arena caliente de la playa y la temperatura del mar son estímulos, pero no son suficientes para convertir el Festival en una cita de culto en el circuito europeo. Buscar la fórmula idónea es un trabajo de los expertos, tan perjudicial puede resultar un cajón de sastre como un templo para la contemporaneidad musical, asequible para un circulo con una melomanía muy acendrada.

Llama la atención, como menos, que los gestores autonómicos hayan tomado la decisión de unir Turismo y Cultura en una consejería única. Y es llamativo que esta estrategia, sin embargo, no obtenga los suficientes recursos, como sucede en el Festival de Música, pieza clave para dictaminar sobre el éxito o no de la conjunción departamental. No se puede hacer una generosa difusión de las bondades del asalto del turismo a la cultura, o viceversa, sin que ello se haya traducido aún en un aumento presupuestario.

Obtener la autosuficiencia cultural es un requisito inaceptable por ser inalcanzable. Ahora, el Gobierno de Canarias debería poner el pie en el acelerador para conformar una ofensiva de prestigio en los mercados turísticos con el objetivo de agrandar el segmento de los seguidores foráneos a los conciertos. Ya sabemos lo complejo que es vendernos en un entorno de insularidad efervescente, pero hay que sellar pactos de no agresión con el objeto de disfrutar de los resultados de un mensaje único. Con estas herramientas capaces de cubrir de manera parcial la solvencia económica, el camino para programar parece más confortable y más dispuesto para la experimentación. Querer volver al pasado es un ejercicio de melancolía agotador. Cabe reinventarse.