A veces me pregunto dónde empieza y dónde termina la felicidad. Eso por no ponerme existencialista y preguntarme si realmente existe o es tan abstracta como la palabra en sí misma.
Cierto es que las personas no sabemos ser felices. No sabemos -como dirían los gurús- estar conectados al momento presente.
Muchos permanecemos enraizados al pasado, y otros con las miras en el futuro. Esto nos lleva -al menos a mí- a estar demasiado preocupados y ansiosos por el porvenir, siempre creyendo que la felicidad es lo que encontraremos a la vuelta de la esquina, y no la que está aquí, a nuestro lado, llamando nuestra atención para que encaremos con ella de una vez por todas.
"Seré feliz cuando tenga un trabajo, una casa, un coche o cuando pierda peso". Solemos decir. Y así, sumidos en una espiral con destino a ninguna parte, pasa el tiempo y envejecemos.
Entonces nos detenemos a observar en el espejo el inicio de una línea que -junto a otras que irán apareciendo- se instala en nuestro rostro. Y nos entra la prisa por recuperar el tiempo perdido donde éramos felices y no lo sabíamos. Pero el tiempo, amigo mío, es una de las tantas cosas que no vuelven. Otra de ellas es la juventud.
Al parecer, la pérdida de la belleza -sobrevalorada en la sociedad actual- es la tumba de la dicha, y la única solución es aliarse con el bótox. Un binomio perfecto: toxina botulínica más caras deformadas igual a felicidad.
Cada vez son más las actrices, modelos o amas de casa que recurren a esta técnica para inmortalizar la juventud y la belleza en sus rostros, sin ser conscientes de que consiguen el resultado contrario.
Mi abuela siempre decía que las arrugas son las medallas que nos concede la vida. Son experiencia. Son sabiduría.
Por lo que, si tanto mi abuela como las imágenes de los indios americanos con el mapa de su vida trazado en la cara, consideran que la ventura es la vejez, ¿por qué para muchos se acaba la felicidad con el inicio de una arruga?
