Algunos suponen -ignoro sus razones- que el espectáculo del otro día en el Congreso de los Diputados será una astracanada fugaz. Creo que se equivocan. Hace años muchos profetizaron que Sálvame sería un programa televisivo efímero y ya lo pueden ustedes ver y vomitar: goza de una salud espléndida. La nueva política es exactamente eso: la construcción de un relato de imágenes, metáforas, alusiones, signos, comparaciones explícitas o inducidas. La nueva política consiste fundamentalmente en un conjunto de innovaciones técnicas para controlar la sociedad del espectáculo político de naturaleza básicamente televisiva y apoyada en las redes sociales. ¿Que no tiene mucha consistencia política e intelectual? Bueno, lo gracioso es que no debe de tenerla. El teórico del nuevo populismo del que maman los dirigentes de Podemos (el terriblemente plúmbeo doctor Lacleau) habla de significantes flotantes. Los significantes flotantes -una especie de sopa minestrone de símbolos- vienen a señalar reivindicaciones y demandas entremezcladas, confusas, interminables y a menudo contradictorias: se aprovecha el espectáculo político -perdón: se organiza el espectáculo político- pretextando, por ejemplo, la constitución del Parlamento, para pedir la república, traerse al niño a la Cámara y denunciar la urgente necesidad de la conciliación familiar, jurar el cargo en lenguas distintas al español, aparecer en camiseta y cholas, manifestarse en la puerta del Congreso de los Diputados, exigir el fin de los desahucios ya mismo. No existe ninguna articulación ni jerarquía ni un aval teórico que unifique la raíz de todas las demandas: simplemente flotan en el aguachirle de la oportunidad. ¿Para qué sirve todo esto? Primero para satisfacer a la propia parroquia parlamentaria y después para crear una onda emocional que difunda la fantasía de un cambio prodigioso. Véase la modesta evolución de los anhelos revolucionarios: de tomar el Palacio de Invierno a pasear por el Parlamento con hermosas greñas liberadas.

La mayor evidencia de que se trata de una maquinaria escenográfica tan espontánea como indestructible son, precisamente, algunas reacciones de sus señorías podemistas. Demostrando por enésima vez su ordinariez, altanería y repajolero clasismo, Celia Villalobos se burló estúpidamente de las rastas del diputado tinerfeño Alberto Rodríguez. El agraviado debió responderle lo que cualquiera con dos dedos de frente: el peinado o la indumentaria no deben ser motivo de descalificación entre personas adultas y educadas. Pero no. Rodríguez respondió que los que robaban y a la vez recortaban servicios públicos llevaban chaqueta y corbata. Es perfecto este guerracivilismo indumentario. Perfecto para el PP y para Podemos. Perfecto para la política de las convicciones ideológicas y las emociones epidérmicas. Para lo demás no sirve para nada.