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Perspectiva

¡Asalto a la libertad de cátedra!

He leído el artículo de José Antonio Marina titulado El libro de los malentendidos, publicado recientemente por el diario El Mundo, y me he sentido doblemente emocionado por sus palabras hacia la profesión docente y su encomiable esfuerzo por prestigiarla. Sin embargo, la emoción enseguida se convirtió en irritación, para luego concluir en clara indignación. Indignación hacia un individuo que, si por algo se ha destacado en su larga trayectoria en los medios de difusión, es por su condición de ventajista, de venderse al mejor postor, fuera quien fuese, únicamente por su desmedida ambición por estar en el candelero. Pero, pecaría de ingenuo si me dejara llevar por la ira y no analizara, con la debida profundidad y argumentación, lo que el autor del Libro Blanco de la Profesión Docente pretende con sus planteamientos y las oscuras razones que los guían.

En realidad, el norte de su pensamiento, que en absoluto es original, está señalado por el deseo de que haya un reconocimiento social y hasta intelectual de la figura del profesor pero a sabiendas de que esto es casi imposible, al menos en las actuales circunstancias, encamina sus pasos hacia los recovecos de la pedagogía, que es la que verdaderamente está presente en lo oculto de sus posiciones. Alega que es neutral con respecto a las futuras decisiones políticas que puedan derivarse del texto del cual se hace responsable él y su equipo. Revelemos, pues, eso que no pronuncia, lo que mantiene en el más estricto de los secretos, aunque la línea argumental lo deja traslucir. La Constitución Española, como la mayoría de los ordenamientos legales de los países desarrollados, regula un capítulo dedicado en exclusividad a las libertades, tanto individuales como colectivas, dejando un espacio vital, por reducido que sea, a la libertad de cátedra. En la nuestra, una simple frase del artículo 20 reconoce al profesorado la misma. Sin más dilaciones, lo que disimuladamente busca el Libro de Petete de Marina es aniquilarla, pero no de cualquier forma, sino de la más elegante y sibilina, casi maquiavélica, aquella que provendría, si se llevara a cabo, del mismo entorno del gremio docente. Qué mejor traición que la infligida por los de tu propia condición.

Antes de montar en cólera, antes incluso de forjar una opinión sobre lo que se lleva leído, atiéndase a lo próximo. La educación occidental está en un tiempo de crisis lacerante y lleva así más de tres décadas. Me fijo, evidentemente, en el caso español, no obstante la situación de alarma fue decretada por los organismos internacionales alrededor de los años 70 del siglo pasado. Se han intentado muchas cosas, y casi ninguna ha producido el éxito esperado. En un primer momento, la apuesta estuvo centrada en el alumnado y las herramientas o estrategias para incentivar su progreso pedagógico y, de paso, mejorar los rendimientos objetivos. Como no rindió el resultado esperado, los sesudos de la Nueva Pedagogía volcaron sus proyectos en la otra figura del escenario educativo, aquella que, curiosamente, habían castigado hasta la extenuación durante lustros, los profesores y su problemática auctoritas. A partir de aquel entonces, el proyecto de la secta pedagógica sería promover el estatus docente, aunque de un modo muy particular. Progresivamente, se iría arrinconando el poder del docente hasta que éste, y por el deseable desarrollo de su carrera profesional, aceptara de buen grado perder las áreas de libertad que aún le quedaban, es decir, la cátedra. Esa es la diana del Libro Blanco de Marina y sus colaboradores. Tal vez no me he expresado con la debida claridad didáctica. Con el siguiente ejemplo balompédico se entenderá mejor: cuando un equipo entra en barrena, no consigue puntuar ni con la ayuda de la Virgen del Pino, antes que cambiar a los jugadores, se persigue a la figura del entrenador, que es el responsable del juego y las alineaciones. Es más fácil que reconocer que el colectivo de jugadores está compuesto por un hatajo de mediocres. Trasládenlo a la educación y se obrará la luz del entendimiento. La cláusula que, por ahora, impide que el profesor sea devaluado o traspasado, por seguir con la alegoría futbolística, es precisamente? la libertad de cátedra. Escribir sobre la secta pedagógica, tras tantos años de lucha contra ella, ya me enerva, pero cada día debo sacar fuerzas de donde sea, no por mí, sino por la enseñanza y el compromiso personal y laboral que he contraído con su ejercicio, para que sus desmanes no hallen cobijo entre los que toman las decisiones políticas, para que la educación no se convierta en algo deshumanizado y puramente artificial. Cargar la culpabilidad -y no me equivoco en el sustantivo: este es el alegato de los pseudopedagogos- del fracaso educativo nacional sobre las espaldas de los docentes es de una cobardía sólo equiparable a lo que dijo una vez el jefe supremo de los chiripitifláuticos en España ante la promulgación de la Logse: "No se producirán descensos en su nivel de conocimientos". Se refería al de los alumnos. La frase pertenece a una entrevista, realizada a Álvaro Marchesi, aparecida en el número 2.860, de abril de 1987, de la revista Escuela española. Piensen, reflexionen. ¿Quién ha estado engañando a los españoles sobre la educación durante más de treinta años?

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía

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