La Provincia - Diario de Las Palmas

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Javier Durán

En tiempos de especulación

Casariego no levantaba un edificio para que se atuviese a un orden único y egocéntrico: sus habitantes, la rentabilidad para el promotor, el coste definitivo, los modificados? Un caparazón cerrado en la correa de transmisión del beneficio. Su arquitectura o su pensamiento arquitectónico era expansivo, poseído de la necesidad vital de influir, de crear un flujo entre el proyecto y la sociedad, y viceversa. En realidad, su camino resultaba más espinoso que el simple hecho de construir: le preocupaba sobre todo la sociedad, la transformación de la misma, y cómo la arquitectura podía estar a la altura de estos cambios. Hace ya montón de años, por la década de los ochenta, estuvo al mando de un urbanismo capitalino que atacaba las carencias de los barrios, de núcleos periféricos sin viales ni alcantarillas, alejados de escuelas y centros de salud. Era una época en la que mejorar las condiciones de vida de la ciudad pasaba por centrarse en lo menos especulativo, y por lo tanto el planeamiento, la prioridad de las actuaciones, las marcaba un arquitecto consciente de que sus decisiones iban a contribuir al progreso de una Ciudad Alta o de un Cono Sur descapitalizado (en dinero y en desconexión). Casariego y otros profesionales recién titulados integraron el equipo que dio la voz de alarma a los políticos: de continuar así, algo grave ocurriría en aquellas latitudes barriales creadas a partir del éxodo rural.

La última vez que nos vimos fue durante la inauguración de un mexicano, donde el picante de la gastronomía no fue el mejor calmante para la gripe que Casariego llevaba encima. Pero hablamos algo. Y una de sus preocupaciones eran las consecuencias de la crisis económica en la arquitectura. Le indignaba que los despropósitos llevados a cabo durante la burbuja inmobiliaria hiciesen mella en la disciplina, que pagasen justos por pecadores, o que la misma acabase diluida o confundida entre el magma de tantos y tantos comportamientos corruptos. Y lo que ya consideraba fatal: que los arquitectos se autocensuraran, retrocedieran en sus ambiciones acusados de visionarios, de carecer de cualquier sentido de la realidad y de estar absortos en su único y exclusivo interés. ¿Dónde iba a parar entonces la potencia de la arquitectura como motor de cambio de una sociedad, de un espacio urbano? Casariego no creía, ni mucho menos, que el proyecto nacía y se deslizaba en un bálsamo. El reto del arquitecto consiste en convencer, en lograr que su ideal tenga un efecto práctico para los contribuyentes, que consiguiese sobrevivir en un mar lleno de contradicciones.

Me he puesto a repasar. Recuerdo su indignación ante los gestores públicos que no respetaban el trabajo del arquitecto que gana un concurso, y que ven su proyecto modificado y escorado para todos lados menos para el respeto a la propiedad intelectual que merece su autor. Pero no es momento de referirse a la mutación de su diseño con Elsa Guerra para la transformación del espacio que ocupaba el Estadio Insular. No es hora de sacar los colores. Joaquín Casariego, colaborador de este periódico en las páginas de su suplemento de Cultura, deja tras sí un importante magisterio como catedrático, aparte de su proceder como arquitecto empeñado en crear otra ciudad. Como prueba, su propuesta de transformación del litoral capitalino (2008-2009). La arquitectura no es sólo la obra, sino también el laboratorio.

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