Gratísima sorpresa ha dado la Orquesta Sinfónica de Tenerife con la genial Octava Sinfonía de Shostakovich, la mejor de todas las del siglo XX escritas en lenguaje tonal. El excelente director finlandés Jukka-Pekka Saraste sacó a flote el potencial de un colectivo antaño muy ilustre y ahora en mala racha, además de retrotraernos a sus recordadas prestaciones personales en los años dorados del Festival. Con pocos ensayos, quedó de manifiesto la importancia fundamental de un buen maestro para que las calidades instrumentales latentes luzcan con esplendor. La bellísima y fundamental sinfonía sonó en toda su fuerza trágica y en sus confidenciales momentos de introspección, susurrados con lirismo de primera ley.

El poder dinámico extralimitado en los dos primeros movimientos, la exasperación del fraseo y el aliento épico de las ideas de la mejor de las "sinfonías de guerra" del gran compositor ruso golpearon la sensibilidad oyente con efectos dolorosos. Es así, y así ha de sonar. La intensidad de esta música grandiosa carece de precedentes como expresión del desgarro de un gran pueblo bajo la dictadura estalinista. Pero mucho más allá de la denuncia política y a gran distancia de lo contingente, se escucha en ella la reivindicación intemporal del alma humana y de sus derechos. La masa orquestal y las llamadas magníficas de los solistas transmitieron inconfundiblemente la irreprimible reacción del espíritu universal, así como el movimiento lento y el inefable final pianísimo silabearon con elocuencia la superviviente nobleza de la especie. Tal vez necesitadas de un punto de refinamiento, todas las secciones respondieron admirablemente al concepto y las exigencias de la batuta.

Un extraordinario pianista tinerfeño, Javier Negrín, abrió la velada con el Concierto en la menor de Grieg. La Orquesta no estuvo aquí a la altura del solista, remolona en entradas y un tanto desordenada en el seguimiento del maestro. Pero Negrín no quiso limitarse al plano amable de las versiones habituales. Todo el pasaje de entrada sonó con grandeza y la distribución del calado fortísimo y los fraseos cantabile dieron una medida diferente de la obra, tan rica en valores expresivistas como en los desahogos de virtuosismo, fulgurantes en la cadencia del primer movimiento, encendidos en los juegos de octavas, con transiciones perfectas en las intensidades medias y las frases tenues. La viveza rítmica y la imaginación colorística del pianista completaron una lectura justamente ovacionada y se prolongaron en el bis de un Nocturno de Chopin.