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Al azar

El presidente zombi

En un solo día, Rajoy deja en ridículo al Rey, se mofa del mecanismo de sucesión a la presidencia del Gobierno, pone en peligro al Estado y desprecia a su partido. Su comportamiento oscila entre Maduro y Artur Mas, por ceñirse a dos gobernantes a quienes ha reprochado que no asumieran el resultado de las urnas. Si reconoce que tiene la mayoría de votos en contra tras un mes de parálisis, por lo menos debe apartarse para que lo intente otro dirigente de su partido. Además, está obligado a anticipar su indecisión a Felipe VI. Es un personaje frívolo, como mínimo.

Según el líder del PP, debe continuar en La Moncloa aunque reconoce que no dispone de los votos suficientes para conservar su cargo sino todo lo contrario, una voluntad mayoritaria de que lo abandone. ¿Por qué iba a cambiar Rajoy, después de haber ganado las elecciones para perder La Moncloa? El mayor retroceso jamás sufrido por un partido con aspiraciones a gobernar no podía alterar su imperturbabilidad. Mientras la Madrilandia así bautizada por Vázquez Montalbán le insuflaba esperanzas artificiales, se ha convertido durante el mes poselectoral en un presidente zombi. En vez de recabar apoyos para una investidura en la que necesitaba sumar al menos dos socios, pierde a sus últimos entusiastas y se desentiende de los números hostiles para encomendarse a la inspiración divina. Este influjo sobrenatural remolonea sin comprometerse, según suele ocurrir cuando no se insiste en reclamarlo con la suficiente energía. Así, pesa sobre Rajoy la maldición de convertirse en el único inquilino de La Moncloa votado por los ciudadanos y que no recibe una segunda oportunidad. Esta condena no se sustancia hoy, se materializó el 20D pero quedó en suspenso, como todos los episodios del último mandato cuya responsabilidad recae sobre el líder del PP.

Al admitir que el huérfano Pedro Sánchez es el rival más débil que cabe imaginar, empeora la pésima estrategia de Rajoy. Se ha dejado adelantar por un actor secundario. El candidato socialista puede llegar a La Moncloa gracias a que casi llamó "indecente" al presidente en ficciones, durante el debate televisado entre ambos. Sin embargo, aquel gesto que cortó la hemorragia y le concedió una mínima prestancia fue denigrado por sus partidarios. La izquierda entera pronosticaba su derrota porque la deseaba. Amigos y enemigos discrepaban únicamente en los motivos para apoyar el desenlace fatal. El secretario general del PSOE no solo ha ascendido por la rugosidad del recuento de escaños, también porque Rajoy se ha encargado de perder incluso la lealtad ciega de Albert Rivera. El líder de la derecha emergente se ha desencantado ante la nula combatividad de su apuesta continuista.

Instalado en la negación de la realidad con el celo de un creacionista, Rajoy ni siquiera ha admitido que los resultados del PP quedaron por debajo de sus aspiraciones. Se ha obstinado en que el Gobierno le pertenece, enarbolando usos atávicos y rechazando de nuevo el recuento de escaños. La derecha fue antaño implacable con los derrotados, que eran despachados con más saña que si fueran corruptos. En esta ocasión, lleva un mes zascandileando en apoyo de un candidato que ofrece lo que no tiene a quien no lo necesita, la viva definición del amor. El todavía presidente ni siquiera ha concretado una propuesta digna de análisis. El trauma del desastre triunfal disculpa que al día siguiente de las elecciones tildara de "detalles" la oferta de cargos a los socios que considera inevitables, y a quienes reclama la entrega gratuita de un centenar de diputados. Sin embargo, hace una semana se mantenía en que "ya veríamos" cómo se articulaba el ejecutivo que asegura que le corresponde encabezar, ahora solo por imperativo divino que no matemático.

Cada vez que se ha denunciado el absentismo de Rajoy, su círculo emplaza el despertar del titán adormilado a una cita venidera. En la última edición, Rajoy emergería finalmente como un estadista en el debate de investidura, que ahora rechaza explícitamente. Se vaticina un arranque wagneriano, pero improbable a la luz de los precedentes arnichescos. El presidente del Gobierno debió asumir en mayo el pésimo resultado en las municipales y autonómicas, para retirarse y descargar su cruz sobre una subalterna. Esta jubilación lo hubiera emparentado por supuesto con Zapatero, una identificación que le horroriza con el único presidente invicto de la democracia. Tampoco puede minusvalorarse la amenaza de que una protección judicial más relajada conduzca en el futuro a indagaciones peligrosas, sobre la relación exacta entre el presidente del PP y su tesorero favorito.

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