Sospecho que no le llovían tantos insultos a Felipe González desde los años finales de su mandato como presidente del Gobierno español. Insultos, descalificaciones y groserías adobadas por demás con toda la ya vieja chismografía -que en más de un punto fue fabricada por Pedro Jota y que ahora repiten como periquitos indignados un amplio muestrario de izquierdistas oligrofrénicos- que habla de su fabulosa fortuna, de sus lujosas viviendas en medio mundo, de sus sucias amistades con gente muy rica cuando, ya se sabe, el dinero contamina, pervierte, destruye a quien lo toca (es maravilloso el análisis del pobrismo como elemento ideológico y moral que pasa del cristianismo a las izquierdas marxistas y anarquistas que realiza Antonio Escotado en Los enemigos del comercio). Vivimos en tiempos tan moralmente estúpidos que sostener que pueden encontrarse ricos que son excelentes personas y pobres abyectos y repugnantes linda con lo pecaminoso. Ah, esa advertencia de la Epístola de Santiago, un ejemplo deslumbrante de resentimiento ("oh vosotros, los ricos, habéis engordado para el día de la matanza") circula en este invierno seco, en esta democracia descoyuntada por la corrupción y la pobreza, a través de las redes sociales. Felipe González, sin embargo, no ha dicho otra cosa que la que podía y quizás debía decir un experimentado dirigente socialdemócrata que ha conservado la lucidez analítica desde el respeto a los hechos. Que el PSOE no puede gobernar con el PP -lo rechazan bases y cuadros del partido- y que los socialistas no deben pactar con Podemos, porque es una fuerza política cuyo objetivo expreso es la aniquilación del PSOE y la conquista de todo el espacio de centroizquierda. Fueron Felipe González y Alfonso Guerra los que dirigieron desde el PSOE los acuerdos con el PCE que propiciaron ayuntamientos de izquierda a partir de 1979. González apoyó, asimismo, las listas conjuntas negociadas entre los socialistas e Izquierda Unida para las elecciones generales de 2000, con Joaquín Almunia como candidato presidencial y Francisco Frutos al frente de IU. En la actual actitud de González no encuentro nada de anticomunismo garbancero y sí mucho de coherencia ideológica y pragmatismo político. La única opción -desde su punto de vista- pasa por dejar gobernar al PP, aunque no cuenta cómo. Pidiendo, por ejemplo, la retirada de Mariano Rajoy. Negociando un conjunto de leyes y programas de reforma política e institucional y de corrección económica para una legislatura de dos años, por ejemplo. Es una opción defendible, desde luego, y al mismo tiempo, obviamente criticable. Pero no es lo peor que se ha escuchado en las últimas semanas. No es, desde luego, peor que una oferta que no se dirige al interesado, se reserva una vicepresidencia y media docena de ministerios y se transmite por televisión dudando de la honestidad, inteligencia o coherencia del partido con el que pretendes pactar. Y aun así, Pablo Iglesia pide, además, que esa negociación con Pedro Sánchez puedan seguirla los españoles en directo. Es una pena que las decisiones que toma Iglesias con sus coroneles, en cambio, no las podamos disfrutar ni en diferido.