Estaba Saturnino reposando en su cheslón, cosa que solía hacer todas las mañanas, después de dictar por teléfono su artículo diario para la agencia de noticias que distribuía sus colaboraciones. Era uno de los últimos privilegiados que podían permitirse tal lujo, ni ordenador, ni conexión a internet, ni fax: pluma estilográfica, unas holandesas (cada vez le costaba más que su papelería habitual se las suministrara) y teléfono, por cierto, de baquelita negra y rueda para marcar los números. El mismo teléfono desde el que su padre también dictaba sus crónicas deportivas después de escuchar la radio, y sus crónicas políticas, después de las dos tertulias a las que asistía al mediodía y a la tarde, una en el barrio de Chamberí y la otra cercana a la Puerta de Alcalá. A veces, Saturnino padre también hacía el esfuerzo de visitar algún ministerio donde siempre había un viejo camarada, bien colocado, cuando no el propio ministro, que le contaba el último chascarrillo de El Pardo, lo cual le permitía mantenerse como el periodista mejor informado del Régimen. Qué tiempos, pensó Saturnino hijo, que se había formado como periodista en los estertores de la oprobiosa, gozando de cierta notoriedad recién cumplidos los veinte años y hasta alcanzando la subdirección de los servicios informativos de TVE justo cuando al general superlativo le dio aquella incómoda tromboflebitis en la rodilla y tuvo que dejar temporalmente los trastos de matar en manos del Príncipe de España. Qué tiempos, volvió a decirse Saturnino, y los que vinieron después cuando llegó a convertir un periódico recién nacido, a la par que la balbuceante democracia, en el oráculo de Delfos de la izquierda, de la cultura, y en el más vendido, y en la cabecera de referencia internacional en lengua española. Qué tiempos, se volvió a decir, y qué tiempos los de ahora en los que soy todo y soy nada, o creen muchos que lo soy pero en realidad me siento como una hormiga, se repitió tristemente. He llegado a lo más alto, pensó, he ganado y gano todo el dinero posible, he perdido amigos por el camino que quizás no merecían la pena, he tenido mujeres e hijos pero, oh, tristeza, cuando observo los lomos de los libros que he escrito, me doy cuenta de que ninguno dejará huella. Aun así soy académico, qué coño, se jactó Saturnino, y sigo influyendo, y todavía me temen. El que no se consuela es porque no quiere, digo yo.