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Crónicas galantes

Los pupitres del Congreso

Tal que si fuesen niños en el comienzo del curso, los diputados del Congreso han comenzado a pelearse por los pupitres, que en este caso son mullidos sillones. El primer día los autorizaron a sentarse donde quisieran o donde pillasen, pero ahora les han asignado un lugar fijo para todo el curso, dure lo que dure. Y los más revoltosos de la clase se han dejado oír, como es lógico.

Protestan, paradójicamente, los que dijeron que no habían llegado a la política para hacerse con un sillón. Es el portavoz de Podemos, cuyo rostro aniñado casa perfectamente con este lance escolar, quien se queja -con razón- de que los otros parlamentarios se hayan confabulado para enviar a sus pupilos al gallinero.

Considera Iñigo Errejón que la decisión de sentarlos allá por la parte alta del hemiciclo, en las localidades de general, es una cacicada del todo inadmisible. Y eso que aún no han comenzado a hablar del reparto de los despachos ni de la actualización de los sueldos y dietas, que esa va a ser otra.

Además de pueril, la polémica resulta algo extravagante. En los colegios propiamente dichos, los chavales prefieren, por lo general, situarse hacia el fondo del aula (salvo los más pelotas). Así creen escapar con mayor facilidad a la vigilancia del profesor, suponiendo que los profesores ejerzan aún esas tareas de orden vagamente policial.

No es el caso de los diputados, que se pelean por las butacas delanteras como si el hemiciclo del Congreso fuese en realidad una sala de cine. Por decirlo con uno de esos tremendos verbos de la jerga política, los parlamentarios quieren que se les "visibilice": y nada mejor para ello que sentarse en la parte baja de la platea.

Por exagerado que pueda parecer, el pataleo de Podemos tiene su lógica. Los discípulos de Pablo Iglesias sospechan muy fundadamente que una ubicación tan apartada como la que acaban de asignarles los privará de la cercanía de las cámaras. Nada más incongruente que eso para los miembros de un partido que nació en los platós de la tele. Ellos conocen mejor que nadie las virtudes mágicas del medio y la directa relación que existe entre el número de minutos que uno sale en la pantalla y el de los votos que luego se lleva al saco.

Aun así, no dejan de incurrir en cierta contradicción. Si bien se mira, las localidades más populares han sido siempre las del gallinero -o paraíso- que reunía a las gentes económicamente menos favorecidas. Podemos, que basa su éxito en la dicotomía entre ricos y pobres, debiera considerar un honor que sus diputados se sienten en las gradas de general tradicionalmente reservadas a las gentes del común. Pero qué va.

Lejos de mostrarse satisfechos por ocupar el lugar propio del pueblo, han montado un guirigay bajo el argumento -levemente clasista- de que los partidos mayoritarios y abusones los castigaron a un lugar tan impropio de su rango como el gallinero. No es cuestión secundaria la de los sillones, que a fin de cuentas el cargo hay que vestirlo con la pertinente dignidad.

Quizá todo esto les parezca una tontuna a quienes han de levantarse cada día a las siete de la mañana y ni en broma pueden soñar con un sueldo de 5.000 o 6.000 euros; pero tampoco hay que meterse en demagogias. Simplemente, el Congreso se parece mucho a un aula que acaso imprima carácter a los diputados. Qué menos que pelearse por los pupitres el primer día.

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