Hace dos semanas numerosos medios de comunicación han dado cuenta de una de esas noticias que hielan la sangre. Diego, un niño de 11 años, decidió poner fin a su corta existencia por estar padeciendo día a día un infierno entre los muros de su colegio. A él le han precedido muchos otros niños cuyos dramas no siempre han salido a los focos, pero que han atravesado idénticos calvarios con un denominador común: la sinrazón. Multitud de víctimas inocentes de estas prácticas aberrantes afrontan cada lunes su cruel destino con una mezcla de miedo, llanto y soledad. Cuando cruzan el umbral de su centro educativo, un selecto grupo de matones abre la veda de su demoledor "vía crucis", transformando lo que debería ser un lugar para el aprendizaje y la convivencia en una prisión de máxima seguridad en la que no pocos chavales maldicen su infancia mientras cumplen cadena perpetua.

Cualquier excusa es válida a la hora de escoger a la diana de turno. Ser gordo o flaco, feo o guapo, listo o tonto, callado o hablador, se torna en motivo más que suficiente para resultar agraciado en tan siniestra lotería. La única característica ineludible que se le exige al ganador del sorteo es su incapacidad para defenderse y el terror ante la perspectiva de ser acusado de chivato si osa relatar los escarnios que le infligen los gallitos del corral. La sarta de abusos es tan heterogénea como los colores de la paleta de un pintor, desde clavar lapiceros a rasgar ropa, desde pedir dinero a exigir juguetes, desde la patada al escupitajo, desde el insulto al ninguneo. Todo vale para saciar momentáneamente la sed del verdugo. Poco o nada le importará convertir al blanco de sus ataques en asiduo visitante a la consulta de un psicólogo y en firme candidato a arrastrar inseguridades en la edad adulta.

Ha transcurrido más de una década desde el suicidio del joven vasco Jokin Ceberio, que obró sobre la conciencia colectiva el efecto de un aldabonazo seco en mitad del corazón. Uno de sus familiares se preguntaba entonces dónde miraban sus profesores mientras el adolescente sufría delante de sus ojos. Y qué hacía el Estado con nuestros hijos en las escuelas mientras se los confiábamos. Y qué clase de mundo estábamos construyendo, que hacía de chiquillos de catorce años torturadores sistemáticos y sin escrúpulos.

Por desgracia, idénticos dramas siguen reproduciéndose a diario en esta sociedad contagiada por el mal uso de las redes sociales y de los teléfonos móviles, donde algunos de sus miembros más indefensos son objeto de denigración moral y de exclusión y optan por poner punto final a un muestrario de vejaciones continuadas. Como las que sufrió Diego, que después de escribir una conmovedora carta a sus padres, decidió saltar al vacío desde la ventana de su habitación. O como las que sufrió Jokin, que alcanzaron lo más profundo de su ser y debieron de producirle tal efecto devastador en su subjetividad de adolescente que prefirió lanzarse por la muralla de Fuenterrabía antes que retornar a las negras aulas de su instituto.

Es de todo punto imprescindible que los responsables del cuidado de nuestros pequeños no pequen de pasividad e inacción y extremen la vigilancia para que hechos tan deleznables como estos no vuelvan a producirse jamás. El fenómeno está llegando a tal extremo que el Gobierno, dentro del Plan de Convivencia Escolar, acaba de anunciar la puesta en marcha para el próximo curso de un teléfono 900 totalmente gratuito de atención a las víctimas de acoso escolar. Desde el Ministerio se pretende igualmente convocar un Congreso Estatal de Convivencia, así como mejorar la formación del profesorado en dicha materia y crear un manual para los afectados por una lacra que, lejos de reducirse, cotiza al alza. Urge, pues, tomar medidas inmediatas destinadas a sensibilizar a los sectores sociales. Esta batalla la tenemos que ganar entre todos.

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