Los partidos podían aprovechar este largo, quizás sempiterno interregno legislativo, y ponerse a la tarea de reformarse, reconstruirse, reinventarse. Por supuesto, me refiero a los viejos partidos; los nuevos todavía ni siquiera saben que lo son y muchos de sus afiliados y simpatizantes confunden las urnas con los unicornios. Una extraña y extendida convicción indica que es imposible que no se resuelva el quilombo poselectoral porque las elecciones anticipadas serían "un fracaso político". En fin, como si la democracia no fuera precisamente un sistema para sobrevivir a los fracasos políticos. En la primavera de 1914 ninguna de las grandes potencias europeas quería la guerra, y la guerra estalló. Las viejas y no digamos las nuevas organizaciones políticas se enfrentan con una crisis estructural ensartada en una aritmética electoral aterradoramente compleja para articular mayorías de gobierno sin el concurso del PP, y los conservadores no pueden contar con el concurso de nadie. Dudo que unos y otros entiendan otra cosa que los riesgos en los que se mueven. Ni Mariano Rajoy se apartará, ni Pedro Sánchez renunciará a jugar a las casitas, ni Pablo Iglesias podrá controlar las demandas de sus socios territoriales o sentirá vértigo por la hipotética erosión de un sistema institucional que quiere dinamitar, ni Alberto Rivera quiere dejar de influir en cualquier fórmula. Si en España no se convocan elecciones generales el próximo junio será por las presiones de las élites financieras y empresariales en el interior y de los principales órganos de la Unión Europea en el exterior.

Para matar el tiempo, por lo tanto, lo de reformarse podría ser una opción. Pero es complicado. Es complicado porque la reforma que se les exige actualmente a los partidos políticos significa, entre otras cosas, una inicial debilitación de los mismos como instrumentos de poder y una fiscalización mayor y más participativa sobre sus equipos de dirección. Los incentivos son poco rentables a corto e incluso medio plazo. La forma partido está en crisis en todas las democracias representativas, pero nadie consigue definir un nuevo modelo de participación política que la sustituya. Las mareas en España o la propuesta de organizarse en bandas propuesta en Italia por el historiador Valerio Romitelli e inspirada en los partisanos pueden ser eficaces para unificar protestas y denuncias, no para participar en un gobierno. Para CC cualquier reforma programática y organizativa es un riesgo y la insularidad una línea roja que nadie puede traspasar y con efectos perversos en muchos ámbitos. Para el PSC-PSOE hay que elegir entre seguir participando en los gobiernos o reconstruir una oferta socialdemócrata con vocación mayoritaria y capaz de enfrentarse con los podemitas. El PP guarda silencio. Hace ya demasiado tiempo el PP canario se ha reducido a ser el chaleco de José Manuel Soria cuando el todavía ministro de Industria siente el pecho delicado.