En la primera mitad del siglo pasado toda la vida económica y social de nuestra ciudad giraba entre Vegueta y la zona portuaria. Solo había una línea de guaguas que se denominaba de Las Palmas al Puerto, pasando por el Parque de Santa Catalina en un recorrido de ida y vuelta y que conformaba el transporte público junto a los taxis, carros y tartanas, de una ciudad que comenzaba a despertar hacia una gran urbe.
Era como una capital dividida con dos grandes polos de atracción, el viejo casco con sus barrios de Vegueta y Triana y la nueva portada que iba más allá hasta los Arenales, teniendo al fondo el gran marco del puerto de La Luz con sus muelles de Santa Catalina, Grande y León y Castillo.
En un ir y venir transcurría la vida mercantil de un enclave que vivía la época dorada de los Puertos Francos, que la convertían en un polo de atracción tanto para los residentes como para los visitantes, mientras se multiplicaban los "bazares de los indios" al compás de las franquicias.
La afluencia de foráneos era constante a través del recinto portuario, desfilando marinos de casi todos los países del mundo, de tal forma que la calle de Juan Rejón y su prolongación con Albareda llegó a denominarse como una ONU por la concurrencia de razas y lenguas que buscaban en el atractivo de las compras en los comercios, ese artículo que en muchas ocasiones era casi inédito en el mundo y que se importaba desde Japón, Hong Kong o Singapur.
Y mientras tanto la ciudad empezaba a poblarse a través de las lomas de Schamann y Escaleritas como una demostración de que se había convertido en un polo de atracción económica que giraba desde la vieja urbe de Vegueta-Triana hasta el Puerto, mientras el cobrador de la guagua abarrotada de viajeros desde el estribo gritaba a la llegada al Parque de Santa Catalina: ¡Tres de pie! Son tiempos del recuerdo que se han ido para siempre.
