El operativo está montado. Ssssshhh, no hagan ruido. ¿Es que no les he enseñado nada? "Abuela, el pasamontañas póntelo al derecho, porque llevas los ojos por la nuca". Miguel, el estibador, se ha empeñado en que vayamos en el Armas pa'l Carnaval de Tenerife. Al principio monté en cólera. "¡¿Tú me quieres quitar del mundo?!" Para una isletera como yo, que no tengo mezcla desde hace tres generaciones, eso es alta traición. Pero él erre que erre. "Vamos disfrazados, ¿quién se va a enterar, mujer? Es para que puedas criticar con razón", me dice el muy ladrón, que ya va conociendo mis puntos débiles.

Total, que lo consulté con mi madre y con mi abuela. Cónclave del matriarcado en la cocina, mientras elaborábamos las doce toneladas de tortillas de Carnaval que tocaban para ese fin de semana. "Chacha, que se te va la mano con la matalahúva, chiquilla esta... Ni por cuánto vas tú a Santa Cruz. ¿Quieres que a tu padre le dé otro infarto?... ¿Ese muchacho te sorbió el seso a ti o qué?" Bueno, la opinión de mi madre, clarita. Pero cuando la idea ya estaba casi descartada... "Pues...", mi abuela. "Pues yo siempre he querido ir". ¿Ustedes han visto unos pescados que se llaman antoñitos? Son unos bichos que tienen los ojos del tamaño de la cabeza más o menos. Pues así nos quedamos mi madre y yo, como dos antoñitos en hielo. "¡Mamá! ¿Y eso?" Silencio y sonrisa de doña Consuelo, sonrisa de esas enmarcadas por su cara morenita y arrugada del viento y la salitre de Las Canteras, con esa mirada como acuosa, que les vende hielo a los esquimales.

Y aquí estamos, en la rampa para entrar al barco, vestidos de negro, con las caras tapadas y poniendo acento de pa' fuera. "Oyes, Gertrudis, no descuides el equipaje, oh", le digo a mi abuela con el deje de uno de Gijón que trabaja en el banco donde hago los ingresos de la tienda. Ella no atina mucho con el troller, pero está como una chiquilla con zapatos nuevos. Reparto las biodraminas y todos a bordo. Tres queques lleva Consuelo, porque dice que la última vez que salimos al campo hizo dos y el estibador se metió uno entero entre pecho y espalda.

Tras dos cuerpos a tierra, bueno, a cubierta, ante el avistamiento de varios vecinos del barrio, atracamos en la isla vecina, con una mezcla de cargo de conciencia y curiosidad. Y nada, empezó el zoológico, uno vestido de cebra, otro de oso, tres ornitorrincos, porque dicen que hace frío... Y hambre, porque no se despegaron del queque de mi abuela, bueno, del bizcochón como dicen ellos. Pobres. Ay, les dejo, que embarcamos pa' Las Palmas.