La Provincia - Diario de Las Palmas

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Inventario de perplejidades

El retablo de maese Pedro

En los capítulos XXV y XXVI de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha nos cuenta Cervantes "la graciosa aventura del titiritero y el mono adivino". Sucede en una venta donde estaban hospedados el Caballero de la Triste Figura y su fiel escudero tras el no menos divertido episodio del rebuzno. Y en estas estaban los dos personajes preparándose para bien dormir cuando entró en el recinto un famoso titiritero llamado maese Pedro con el mono adivino y el teatrillo donde se representaba la historia de don Gaiferos y de su esposa Melisendra, que estaba cautiva de un rey moro enamorado de ella. Antes de iniciarse la función, el mono de maese Pedro maravilla a don Quijote y a Sancho al adivinar algunos aspectos de su vida mediante el artificio de subirse al hombro de su dueño y luego hacer como que le hablaba al oído para que este tradujese a la audiencia su contenido. Los espectadores estaban encantados con el desarrollo del espectáculo, pero la cosa se complica cuando en el teatrillo de los títeres se inicia el relato de la huida a caballo de don Gaiferos y de su esposa, que están siendo perseguidos por una tropa de moros que les viene pisando los talones. Don Quijote, que se ha vuelto loco de repente, se pone en pie, desenvaina la espada y (nos cuenta Cervantes) "con acelerada y nunca vista furia, comienza a llover cuchilladas sobre la titiritera morisma, derribando a unos, descabezando a otros... hasta que, finalmente, en menos de dos credos, dio con todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus jarcias y figuras". Concluida la escabechina de la morisma, y librados don Gaiferos y la hermosa Melisendra de su acoso, don Quijote se tranquiliza, echa la culpa de su violenta actuación a los encantadores que le hacen creer que las figurillas del retablo eran seres de la realidad, y acaba ordenando a Sancho que pague los desperfectos a maese Pedro. Nadie que no estuviera mal de la azotea, como don Quijote, podría confundir una historia contada mediante títeres con otra protagonizada por personas de carne y hueso ni darle mayor importancia a una ficción teatral. Pero asombrosamente no es así. En Madrid, acaba de darse el caso de que unos titiriteros contratados por el Ayuntamiento como animación de los carnavales, acabaron en la cárcel al estimar un juez de la Audiencia Nacional (Ismael Moreno, un antiguo policía) que pudieran ser encontrados culpables de enaltecimiento del terrorismo e incitación al odio. Por lo que se va sabiendo, los dos titiriteros, que ya habían sido contratados también por la anterior alcaldesa del PP, plantearon un espectáculo para adultos, pero por error de los organizadores municipales tuvo acceso el público infantil. El ámbito de su posible influencia hubiera sido reducidísimo (y difícilmente hubieran captado unos niños su carga simbólica) pero la escandalera montada a su alrededor lo ha convertido en una atronadora polémica política y judicial. El teatro para títeres suele ser disparatado, cruel y excesivo y casi siempre se resuelve mediante el uso de la violencia ("títeres de cachiporra" les llamó García Lorca). Muy inferior, en cualquier caso, esa violencia titiritera, a la de los videojuegos para niños.

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