Con Manolo Feo, compañero y programador de la sala del teatro Guiniguada de Las Palmas de Gran Canaria desde su reapertura el 27 de marzo de 2011, fallecido repentinamente el pasado lunes, he hablado largamente de teatro y políticas culturales sin llegar a agotar jamás el tema. Siempre empezábamos una conversación teniendo en cuenta que ninguno daría su brazo a torcer, una condición que nunca vivimos como una restricción. Al contrario, supongo que tener una postura contraria a la del otro nos daba un punto de partida. Lo menos que puedo decir de él es que era una persona infatigable, en el sentido literal de la palabra, por eso resultaba preocupante verlo sin su habitual vitalidad en las últimas semanas.

Durante el tiempo que estuvo al frente del teatro Guiniguada, Manolo Feo no sólo vivió por y para el teatro de la capital grancanaria, sino que se convirtió en su alma. Cuando, a principios de los años 90, comenzó a trabajar para el Ejecutivo regional como agente cultural, seguramente no imaginó la influencia de su gestión en el futuro del recinto teatral, así como en el de los creadores, productores, gestores, difusores, intérpretes, músicos, etc, que se cruzaron en su camino, dando no sólo respuesta a sus necesidades, sino también anticipándose a sus deseos sin escatimar esfuerzos y de manera inmediata.

Hay tres imágenes de Manolo Feo que siempre llevaré conmigo. Primera imagen: Manolo y los puzles, ese gasto incesante en maquetas de barcos en miniatura que nunca concluía, como si quisiese que no zarpasen nunca. Segunda imagen: Manolo y su predisposición para establecer vínculos de amistad con todo el mundo. No tenía rencores con nadie y menos con ninguna mujer. Tercera imagen: Manolo y el trabajo, que en él adquiría tintes de obstinación, y de sortilegio, como sus intentos desesperados por sacarle más horas al día. Sólo tenía un miedo razonable: que el telón cayese antes de acabar la función.

Es un tópico manoseado, pero a veces no hay más remedio que decirlo. Manolo Feo se ha ido en silencio, acaso para corregir la equivocación que todos cometemos al nacer, como dijo William Shakespeare en El rey Lear: "Cuando nacemos gritamos que hemos llegado a este gran escenario de tontos". Descansa en paz, compañero.