Mientras Rajoy le transmitía a Albert Rivera sus cinco grandes propuestas programáticas para un gobierno de coalición -en el que quiere contar con Ciudadanos y el PSOE- la policía se dirigía, con orden judicial, a la sede del PP de Madrid para revisar documentación y ordenadores en busca de pruebas que reforzaran los sólidos indicios de financiación ilegal de la organización todavía presidida por Esperanza Aguirre. Una charlotada inimaginable en cualquier país de la Europa democrática, como lo sería el blindaje en la Diputación Permanente del Senado de Rita Barberá, exalcaldesa de Valencia, después de que todos sus compañeros en el Ayuntamiento estén sometidos a investigación judicial. Desde la publicación de sus mensajes de móvil a Bárcenas (ya saben: Luis, sé fuerte) Mariano Rajoy debería ser un político dimisionario. Aguirre, por supuesto, también. Es sorprendente que el PP prefiera hacerse el harakiri manteniendo como candidato presidencial a un individuo con tan escasos escrúpulos. Si el PP funcionara democráticamente, y no fuera una satrapía cuyo supremo dirigente dispone de una capacidad omnímoda, casi taumatúrgica, hubiera estallado una rebelión (más o menos educada) para retirar al taimado gallego que ha aprendido sus mañas en el casino del pueblo, no en House of Cards. Una invitación terminante a la retirada, su sustitución por una Cristina Cifuentes y un programa de auténticas reformas contra la corrupción política y el PP dispondría del apoyo casi automático de Ciudadanos. Y con 163 diputados en el Congreso -que podrían convertirse con apoyos nacionalistas y regionalistas en 170- y mayoría absoluta en el Senado se puede gobernar con cierta tranquilidad. No será así. El PP naufragará con Mariano Rajoy, que se pondrá a leer el Marca cuando la orquesta de María Dolores de Cospedal toque la última pieza en la cubierta del navío.

Ha transcurrido casi mes y medio desde las elecciones y todo el baile público y las canciones secretas de las negociaciones en la capital del Reino comienza a adquirir una cierta atmósfera de irrealidad. Por supuesto, de lo que menos de habla, se comenta y se chismorrea es de los contenidos programáticos y, en definitiva, de la estrategia política y económica del próximo Gobierno. En realidad ninguna de las cuatro grandes fuerzas políticas presentes en las Cortes tiene un proyecto político definido y coherente para el país. Como el que tuvo Adolfo Suárez para la instauración de una monarquía parlamentaria para superar el tardofranquismo. Como el que llevó al poder Felipe González para la modernización, la incorporación a Europa y la implantación de los fundamentos de un Estado de Bienestar. No, no se detecta ningún proyecto, sino un intercambio de retóricas evidentemente arrugadas o pretendidamente lustrosas. Ni liderazgos responsables, ni nueva gobernanza, ni un proyecto abierto y articulado para la cohesión política y social y un crecimiento económico sostenible capaz de generar prosperidad. Y mientras tanto, allá fuera, comienzan a huracanarse los vientos temerosos de una nueva crisis de la economía financiera mundial.