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Orquesta Filarmónica

Un tedioso programa francés

No es preceptiva la sangre francesa para interpretar un programa francés, pero me parece que lo mejor del maestro Frank Beermann está en otros repertorios. Además de errático en estilo, su concierto con Berlioz, Chausson, Debussy y Ravel ha sido el más aburrido de una temporada orquestal nada gloriosa. En la general decadencia de la actualidad, cuando casi todo es peor de lo que fue -aunque cueste lo mismo en recursos públicos- procede abordar un saneamiento cualitativo para no seguir empeorando. Con excepción de sus buenos profesionales, la Filarmónica acusa mediocridades que afloran, sobre todo entre los arcos, en arrastres de notas mal atacadas o mal medidas, y en rasposidades que hacen desear sustituciones urgentes en los atriles cubiertos de aquella manera...

Pero los errores de estilo son primariamente achacables al director. Después de Berlioz en un Carnaval romano de aseo y aliño, el inefable Poema del amor y del mar de Chausson sonó fragmentario y a trozos, sin la unidad de articulación ni la refinada sonoridad de un preimpresionista que bebe en las fuentes estéticas del simbolismo francés y reelabora en ellas la influencia del romanticismo alemán. Nada menos.

La señora Beerman -es decir, la solista Julia Bauer- es una soprano ligera, inaudible en el grave y muy forzada en el sobreagudo. Si hace buenas coloraturas en las Reinas de la noche y las Zerbinettas, como dice su currículo, no puede ser idónea para un canto de soñadora sensualidad cuyo lirismo requiere voces de mayor cuerpo, emisión más llena y gran legatura. Era la primera ejecución por la Filarmónica, pero sigue inédita.

La obra maestra de Debussy en el dominio sinfónico, El mar, sonó con poca carne y mucha grasa. La batuta allanó la tímbrica magistral -la melodía de timbres que cubre casi todo el siglo XX es de filiación debussysta- entendió las densidades como volumen, abusó de los tutti conclusivos y se regodeó demasiado en banales imitaciones del movimiento marino.

No es posible gustar de La Valse de Ravel si todos sus contenidos espectrales, fantasmáticos, se imbrican en superficiales episodios dancísticos con sonoridad peliculera y tosquedadades ignorantes de los grandes totems expresivos del simbolismo: l'exquise, l'extase, la volupté y el sentido último de una orquestación genial.

Por fortuna, desde la próxima temporada no sufriremos los intercambios en el podio ("tú me das un concierto a mí, yo te doy un concierto a ti") que nos atan a los mismos nombres una temporada sí y otra también, a veces con solista incluido y casi siempre con la costosa broma de los concertinos invitados. Los colectivos estables necesitan el reto de la diversidad para no adocenarse. Dentro y fuera de España, la nómina de los directores jóvenes, ambiciosos y exigentes, ya suma estrellas que conviene conocer.

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