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Zigurat

Vehemencia: Juan Pablo II y Francisco

Corrían los primeros años de la década de los ochenta; Juan Pablo II llegó a Centroamérica con unas pretensiones muy distintas de las que llevó estos días a Francisco a Latinoamérica. Distintos hombres con discursos cercanos en el magisterio social pero no en la pastoral ni en la eclesiología.

No tardó nada Juan Pablo en coger al bueno de Ernesto Cardenal y espetarle a la cara lo que estaba haciendo mal según la doctrina de la Iglesia: apoyar a los revolucionarios cristianos que habían tomado el poder en Nicaragua.

En conversación con Ernesto Cardenal, este me dijo que fue muy vehemente, pero que ya sabía lo que iba a pasar, más siendo ministro del gobierno marxista del FSLN, y cuando la Iglesia de Roma estaba en plena lucha contra la Teología de la liberación que se desarrollaba intensamente por todo el continente. De todas formas, el poeta nicaragüense sabía lo que estaba haciendo como cristiano y al final, quizás, el proceso de la situación en América le ha dado la razón: en las últimas declaraciones leídas, Cardenal dice que lo que está haciendo Francisco es una revolución.

Y palabras de reconocimiento y compromiso con las comunidades indígenas, como siguiendo la estela del Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal de Chiapas que como monseñor Romero en El Salvador empezó del lado equivocado para situarse más tarde en el correcto: en el de los pobres. Allí en la selva y los montes crece a duras penas una federación indígena gobernada comunitariamente y viviendo según sus hábitos culturales.

Francisco llega a México con un dossier amplio, bien documentado y dispuesto a señalar directamente, a verbalizar en alto, lo que él cree que es el mayor pecado de la Iglesia mexicana: mirar para otro lado. En mirar para otro lado se le ha ido de las manos la violencia, el feminicidio, la relación con el narcotráfico y la herida que aún sangra con las barbaridades del querido grupo de Juan Pablo II los Legionarios de Cristo. Francisco, contrariamente a sus antecesores, no ve con buenos ojos todos esos movimientos dentro de la Iglesia que escapan al control del Vaticano y no precisamente en cuestiones dogmáticas, sino en aborrecibles maneras de llevar un hábito que en todo momento debe hacer llegar la justicia y la verdad allá donde esté presente.

La pomposa vida de muchos sacerdotes mexicanos, totalmente alejados de la calle, de la gente que sufre, de la violencia que no ceja en su empeño de alzarse por encima de la dignidad del ser humano, ha hecho que este Papa en su tono habitual -el que usa cuando tiene que decir algo grave y que recuerda a su barrio argentino y sus bravuconadas- les espetará a los clérigos allí reunidos que tienen que ser hombres y enfrentar cara a cara la injusticia; que ya está bien de lujos, apartamentos, coches y comilonas y que es hora de pisar la marginación, la calle. Aquí es donde se ha recibido antes que en ningún otro sitio el profetismo de este hombre enfermo, pero con la mente lúcida y una forma de vida y praxis que le pasa por la izquierda, por la derecha y el centro a todo sistema político existente.

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