Es posible que desde que irrumpieran en nuestras vidas las redes sociales y la información instantánea por mensajería las personas hayamos cambiado de forma radical la percepción ante un fenómeno meteorológico. Y es más, que haya creado dos facciones: los desalados y los inconscientes. Ayer, un bulo de los cientos que arrancan apenas caen tres chispas, creado por el gremio de los inconscientes, alertaba de unas lluvias torrenciales, vaciando servicios públicos y provocando faltas a citas tan importantes como las de las propias oficinas de empleo, esto en una mañana que no arrojó más de diez litros por metro cuadrado en algunos puntos del norte y sin mediar trueno, rayo o derrumbamiento que anotar. Se trata de un estado de tormenta preventivo en el que parece que la revoltura de los elementos solo puede terminar en catástrofe, en vez de disfrutar del 'mal tiempo' como parte natural del medio en el que vivimos. Esto ocurre multiplicado por 'n' en los grupos de padres del whatsapp donde una garuja entra en la consideración del huracán Hugo y donde a la mínima se hurta a los pequeños de poder pisar un charco o se les crea la idea de que una inclemencia meteorológica es un ataque hostil del planeta, para pasar en un segundo episodio a exigir la suspensión de la actividad lectiva o, en su defecto, poner a caldo de pollo a la autoridad competente.

Es cierto que una buena tormenta puede montar una carajera, y para ilustrarlo no hay más que remitirse al pasado octubre, pero son excepciones que estadísticamente no sostienen este pavor a una borrasca. Un pavor que quizá provenga de ese enconado proceso de superurbanización que, al contrario que las generaciones que nos precedieron, eran capaces de interpretar los cielos, encauzar las aguas para su aprovechamiento, y capear un temporal como un acontecimiento más del almanaque y sus cuatro estaciones, la primavera, el verano, el otoño, y el borrascoso invierno, sin más tutía.