Hoy subirán a la Cumbre, esté prohibido o no, miles de grancanarios a bordo de cientos de vehículos a comprobar de qué está hecha la sustancia de la nieve. Marcharán hacia arriba a asombrar a la chiquillería o volver a privarse, los que repiten, por un fenómeno que si algo tiene de raro es que no se produzca un año. Esto ni es bueno ni es malo, sino que va en la sangre del isleño y que tire la primera bola al que no le enrale su isla en blanco, ahí tenga que pasar un colapso circulatorio kilométrico o incluso dar marcha atrás y recular para volver de secano sin foto ni copo que echarse a la boca por orden de la Guardia Civil. Se desconoce si existen otras 'civilizaciones' capaces de pasar estos trabajitos solo para retozar en lo blanco sin más deporte que el de tirarse ladera abajo con un cartucho en el pompis, versión bajo cero del atávico tierra y miaos, pero lo que sí es cierto es que la relación entre el isleño y la nieve es tan particular como la de Aureliano Buendía en el tórrido Macondo, 'capital' de Los cien años de soledad de Gabriel García Márquez.
Su padre, al igual que los que hoy llevarán a sus hijos a descubrir el fenómeno, pagó 30 reales a los gitanos que guardaban el misterio guardado en un cofre pirata. Cuando el gigante que lo custodiaba lo abrió el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro solo había un bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo. Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José Arcadio Buendía se atrevió a murmurar: "es el diamante más grande del mundo".
-"No -corrigió el gitano-. Es hielo".
Con todo, lo único que alcanzó a recordar Aureliano Buendía cuando años después se encontró delante del siniestro pelotón de fusilamiento fue "aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo".
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