Los hombres y mujeres cuya edad actual supera los setenta años conforman unas generaciones que padecieron el peor de los escenarios posible. Primero trabajaron para sus padres y, posteriormente, lo hicieron para sus hijos. Personas como mis padres, que han sido un ejemplo vivo de honradez, generosidad, austeridad y previsión. Para ellos, el trabajo era una oportunidad de progresar y una puerta abierta a un mañana mejor. Se conformaban con comprar los bienes que entraban dentro de sus posibilidades y, salvo en casos de extrema necesidad, jamás pedían dinero prestado. Pagaban sus facturas puntualmente y siempre ahorraban una parte de sus ingresos por si las circunstancias eran poco propicias. Su ocio consistía en pasar los domingos en el campo, bañarse en el río más cercano y comer una tortilla de patatas en compañía de la familia y de los amigos. Fueron tan prudentes y sensatos que crearon la mayor parte de las empresas que sacaron a España de un oscuro pasado de penurias para lanzarla a un luminoso futuro de oportunidades.

Pero cometieron el grave error de pretender que sus herederos -que actualmente nos situamos a caballo entre la cuarentena y la cincuentena- no tuviéramos que trabajar tanto como ellos. Animados con la mejor voluntad, consintieron que sus proles arriesgaran más de lo debido, puesto que siempre podían echar mano de los ahorros que, fruto de sus renuncias, ellos habían conseguido reunir. Y en ese histórico momento se abrió la veda al gasto continuo, a la especulación y a la ingeniería financiera, cuya manifestación más conocida ha sido la tristemente famosa "cultura del pelotazo". Hasta hace bien poco, para demostrar que alguien era rico, lo procedente era endeudarse hasta las cejas. Y, así, se pasó sin solución de continuidad del vino de mesa al Cabernet Sauvignon y del bocadillo de chorizo a la nouvelle cuisine.

Europa irrumpió en nuestra patria en forma de subvenciones y la banca se empleó a fondo en hacer nuestros sueños realidad. Y, si algún agorero osaba poner de relieve los fallos del sistema, se le tachaba automáticamente de aguafiestas, mientras la filosofía del "a vivir que son dos días" seguía su racha triunfal. Como era de esperar, aquel gigante de pies de barro se vino abajo, aplastándonos a todos. Desde entonces se habla del fin de una era, de que nada volverá a ser como antes, de que nunca más tendremos casas en propiedad ni empleos fijos, de que la provisionalidad formará parte de nuestra existencia y, peor aún, de la de nuestros descendientes, que harán bueno ese aforismo que defiende que los pobres son los nietos de los ricos.

Es difícil aventurar cuál será (si es que existe) la solución al inmenso problema que nos acucia pero, a lo mejor, retornar a los valores de antaño podría ser un primer paso. Nada se pierde por probar. Hace apenas unas décadas numerosos hogares se erigieron como modelo de esfuerzo y de cordura, y sus moradores no fueron menos felices que nosotros, haciendo buena esa teoría de que no es más feliz el que más tiene sino el que menos necesita. Por lo visto, la sencilla paella, la sandía fresca, el armario de segunda mano o la ropa cosida en casa no eran tan malas opciones. Pero a ver quién es el guapo que les explica este cuento a los chavales que necesitan tener un móvil de última generación o unas zapatillas de marca tanto como el aire que respiran.

Más nos valdría dar las gracias a tantas y tantas personas que nos dejaron en herencia un país próspero y reproducir su ejemplo. Desgraciadamente, nuestros hijos -esos que ya se han convertido a estas alturas en unos esclavos endeudados y que vislumbran un panorama bastante sombrío-, se limitarán a heredar algunos relatos legendarios sobre la riqueza que sus antepasados fueron capaces de generar a base de ética y de sacrificio.

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