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Palabras en el Malpéis

Retrato de un servidor público

Tal era la sabia modestia de Manuel Feo que las redacciones de los periódicos debieron encontrarse con dificultades en sus archivos para conseguir una foto decente con la que ilustrar la desagradable noticia de su óbito. Tratándose de alguien que había participado de forma muy activa en el mundo de las artes isleñas -como gestor cultural en el gobierno regional desde los tiempos del Socaem y, tras su reinauguración, como responsable del teatro Guiniguada- el hecho no es baladí.

Más allá de lo importante -el dolor irreparable que la partida de Manolo habrá dejado entre sus deudos y familiares-, queda un sabor amargo y una orfandad de tribu en un montón de gentes, quizás difícil de entender para quien no conozca los entresijos de la frágil industria cultural canaria. Porque Manolo era, ante todo, buena persona.

Ser buena persona es una cuestión de educación, un talante, una actitud de vida, una proposición de fe; sin embargo esa virtud adquiere tintes de heroicidad cuando se cultiva en un ambiente acosado por la baja política, por los egos desmedidos o por el mediocre poder ejercido desde de los reinos de taifas en el que ha devenido buena parte de la gestión de los recursos públicos culturales en nuestro archipiélago al poco de la creación de las instituciones autonómicas.

De ahí que la figura y la acción profesional de Manolo han sido ejemplarizantes para hacernos entender el verdadero papel de un funcionario público: estar al servicio de la ciudadanía, a quien sirve, de quienes se alimenta gracias a sus impuestos. Y todo eso lo hizo Manolo Feo sin hacer ruido.

El caso del teatro Guiniguada es un ejemplo de manual porque el espacio nace signado por fundados indicios de sospechas -que acabaron en el juzgado- en cuanto a los gastos de su remodelación. Manolo ya había intentado durante años poner humanidad y buenos consejos en los oídos de sus jefes políticos -con escaso éxito- para intentar ordenar el siempre deslavazado mapa de espacios escénicos archipiélagicos, fundamental para desarrollar un mercado interior canario que fuese el sostén de la industria cultural isleña. Una de las patas que podría asentar las bases de una autonomía financiera del sector, en donde se dieran la mano la inversión pública y la iniciativa privada.

Tras su reinauguración nuestro gestor -mandatado por el Gobierno- acogió al Guiniguada, hijo huérfano de la torpe política cultural gubernamental de los años del derroche septénico y los fuegos de artificio, y lo procuró alejar de aquellos fastos brindando ese pequeño teatro a la sufrida creación local. Durante un lustro Manolo y un pequeño equipo de incondicionales que formó a su alrededor abrieron las puertas del antiguo cine Avellaneda a todo y a todos, atendiendo a orfandades de producciones isleñas más o menos humildes que no podían acceder a otros escenarios de más relumbrón.

Esa accesibilidad iba acompañada de sus esfuerzos por tener al Guiniguada siempre, en cuanto a sus infraestructuras técnicas se refería, en estado de revista. El remate de aquellos esfuerzos, que iban más allá de un horario laboral, se acompañaban de un talante de generosidad y respeto que eran carta de naturaleza en Manolo Feo.

A la cultura oficial canaria le sobran burocracia, libros blancos y doctorales seminarios; y le hace falta gente como Manolo que -sin mayores pretensiones intelectuales- bregue en la sala de máquinas, entre el ruido de los pistones y el calor de la combustión, para que naveguen los sueños. Fuimos testigos de su ejemplar entrega como servidor público; por eso lo echaremos de menos.

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