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Las verdades insípidas

La constatación de que, en este momento, el Pedro Sánchez presidente es un imposible numérico difumina el contenido del pacto con el que PSOE y Ciudadanos intentan forzar que deje de haber un Gobierno sólo en funciones. Es un acuerdo laxo y de mínimos, que en su vertiente de reformas políticas tendría que suscitar consenso con facilidad si hubiera voluntad auténtica de encontrar un reducido espacio común. No ocurre así porque cada uno de los potenciales firmantes tiene sus propias expectativas en el corto o medio plazo. Pero también porque la fragmentación parlamentaria responde a mucho más que al capricho de los electores y detrás hay concepciones de la política tan divergentes que ni siquiera son capaces de delinear el nuevo terreno de juego que las urnas dibujan.

La supresión de las diputaciones provinciales -cuya financiación fue, al parecer, la última preocupación del padre de Joaquín Sabina en su lecho de muerte- es algo de lo que difícilmente se puede discrepar sin caer en la defensa de unos resortes del poder que se caracterizan por la práctica clientelar. El PP tendría que agradecer a PSOE y Ciudadanos verse libre, con la extinción de esos órganos supramunicipales, de peligros potenciales como el Baltar orensano, quien, además de garantizarle muchos votos Rajoy, dejó la presidencia de la diputación como legado familiar e hizo de la preocupación por los allegados el centro de su tarea política.

Lo único que cabe reprochar a la limitación de los mandatos del presidente a ocho años o dos legislaturas, otro de los términos del acuerdo, es que no se haga extensiva a otros cargos elegibles, empezando por los alcaldes, figuras con tendencia a anidar en el sillón por tiempo ilimitado, con todo lo que eso supone.

La reducción de los escaños del Senado de 266 a 80 apunta maneras. Se recortan las plazas para que los partidos prejubilen a sus estrellas gastadas, pero resulta insuficiente para quienes consideran que suprimir la Cámara Alta sería toda una reforma en lo político y en lo económico. Esa es una opinión muy extendida y visible en los recuentos. El 20 de diciembre, las urnas al Senado registraron la abstención o el voto en blanco de 1.200.000 electores más que las del Congreso, signo claro de la menguante consideración ciudadana hacia ese foro de representación, cuya reforma es ya inaplazable.

Acuerdos de alcance tan reducido como el de PSOE y Ciudadanos son quizá los únicos que nos abran a una transición, que no es de la que habla Rivera, sino el proceso para salir de esta encrucijada política sobre pequeños consensos. Sería el momento de instaurar en lo público lo que el que filósofo Rüdiger Safranski denomina "verdades insípidas" que, frente a las grandes verdades, sostendrían "una política que no ambicione dar sentido a la existencia", prosaica, pragmática, razonable, consensuada y que "en virtud de esa parquedad tan útil para la vida pueda llegar a resultar aburrida".

Quedarían fuera de ese nuevo escenario aquellos que dan muestras de no entender que hay un cambio sustancial en el contexto político, lo que supone la jubilación de toda una generación de gobernantes que se manejan con otras reglas. La voluntad ciudadana quiere partidos sin mayorías obligados a buscar cauces de entendimiento. Unos nuevos comicios, opción nada apetecible para buena parte del electorado, mostrarán si la disposición al acuerdo tiene o no su premio en las urnas.

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