En un libro maravilloso, Nadie acabará con los libros, un conjunto de conversaciones inagotables entre Umberto Eco y Jean-Claude Carrière, alguno de los interlocutores recuerda su encuentro con un personaje que leía sentado siempre en el mismo banco de madera de la misma estación del metro de París. ¿Qué hacía ahí ese hombrecillo, leyendo sin interrupción, con una bolsa a sus pies que contenía cuatro o cinco gruesos volúmenes? Llegaba hacia las ocho de la mañana, se quedaba hasta las doce, comía algo rápido en una cafetería cercana y luego se sumergía de nuevo en los libros. No abandonaba el banco de madera hasta las seis de la tarde. Entonces se marchaba hasta el día siguiente. "Esto está limpio, ordenado, hay calefacción y el trajín de la gente no me molesta para nada". ¿Que qué hacía? "Leer, nunca he hecho nada más".

Creo recordar que era Carrière quien contaba la historia. Eco le replicaba, entusiasmado, que cuando era niño, cada año, una vecina le regalaba un libro por Navidad, hasta que un día le preguntó: "Dime, Umbertino, ¿lees para saber qué hay en el libro que estás leyendo o porque te gusta leer?". "Tuve que reconocer que no siempre me apasionaba o interesaba mucho por lo que leía, que a menudo leía por el gusto de leer, cualquier cosa. Fue uno de los grandes descubrimientos de mi infancia..." Yo soy uno de esos hombres que se sienta en el metro y lee por leer. Leer por leer. Nos vamos turnando en nuestro invisible exhibicionismo. ¿Es particularmente inteligente? No, es una suerte de fatalidad y lo más probable es que al final llegues plácidamente, línea a línea, hasta la estupidez. No puedes dejarlo mientras frente a ti los vagones del metro traen y llevan la vida, mientras a tu alrededor ocurren cosas inimaginables que un día te matarán. Por supuesto, el complemento perfecto de esta adicción está en escribir. Escribir por escribir. Eco recuerda igualmente como a mediados del siglo XX un erudito que leía por leer comprobó que la Biblioteca Nacional de Francia guardaba más de millón y medio de libros que jamás habían sido solicitados por lector alguno. Muchos de esos volúmenes reposaban en perdidos anaqueles desde hace más de 200 años. De cómo mejorar racional, saludable y legalmente el género humano, rezaba la portada de uno que nadie había escudriñado jamás: 500 páginas de un benefactor de la Humanidad que no habían sido abierto nunca.

Umberto Eco sabía todas esas historias y muchas cosas más. Su muerte me ha deprimido porque, como muchos miles de estudiantes universitarios de todo el mundo, tengo una deuda impagable con él que uno simulaba satisfacer leyendo todos sus libros, sus artículos, sus entrevistas. No entiendo que esa dimensión epicúrea de lo intelectual (leer por leer, atracarse de sabidurías inútiles, practicar la erudición como una forma de gastronomía espiritual, deleitarse en los diálogos interminables y en el vicio de las citas, electrocutarse suavemente ejecutando conexiones deslumbrantes entre tradiciones, libros, autores, estilos, corrientes) sea pasada por alto. Llegó tarde para ser un escritor feliz -los escritores felices ya no podían serlo después del romanticismo y de la consciencia del lenguaje que abruma al último siglo- pero fue un escritor gozoso. Y abrió al análisis cultural, sociológico, semiológico formas de cultura pop que eran despreciadas todavía en los años sesenta, desde las baladas radiofónicas hasta los tebeos. Al final por supuesto, los niños que leen por leer todo y siempre terminan escribiendo novelas para celebrar más ampliamente la fiesta de la inteligencia y la generosidad de toda sabiduría. Eco sabía que nada serio tenía arreglo pero, ¿cómo negarse el placer de leerlo? ¿Cómo no divertirse escribiéndolo?